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                     En un miércoles donde las 
					procesiones comparten protagonismo con el partido que 
					jugarán, en Valencia, Madrid y Barcelona, me cito con unos 
					amigos, en restaurante conocido, con el único objetivo de 
					que la comida nos haga más llevadero el tiempo que nos queda 
					para sentarnos ante el televisor. Durante la sobremesa, a 
					mí, debido a que estamos inmersos en la Semana de Pasión, me 
					da por contar una anécdota que tiene mucho que ver con esta 
					semana de ritos, actividades y tradiciones referentes a los 
					últimos días de Jesús.  
					 
					Una noche, cuando los años 70 estaban dando las boqueadas, 
					tuve la suerte de cenar en “La Costilla”, restaurante de 
					Rota, con Beni de Cádiz, su hermano Amor y Pepe Jiménez, 
					“El Bigote”. Hablo de suerte, porque nunca he vuelto a 
					reír como entonces. Y es que hubo momentos en los que me vi 
					precisado a pedir tiempo muerto, como si fuese entrenador de 
					baloncesto, y así poder recuperarme del esfuerzo a que me 
					estaba sometiendo aquel trío de humoristas indecibles. Fue 
					una cena inolvidable, en noche veraniega, la vivida con tres 
					personajes cuyas actuaciones en los años duros de la 
					postguerra llevaban el sello de la mejor picaresca española. 
					La gracia de El Beni, la teatralidad festiva de Amor y los 
					desplantes de ira falsa, cuando hablaba El Bigote, suponían 
					el mejor antídoto contra la tristeza y contra cualquier 
					atisbo de depresión. Casi al final de la velada, y cuando 
					parecía que nada me quedaba ya por oír, uno de los 
					contertulios habló de la doble moral. Y relató la historia 
					de unos amigos sevillanos, conocidos del trío. Se trataba de 
					la amistad entre un director de banco y un tallista. Un 
					artista hacedor de imágenes, muy popular en la capital 
					hispalense. 
					 
					El director de banco, recién elegido hermano mayor de una 
					cofradía, se dedicó a pedirle a su amigo, machaconamente, el 
					que le tallara una virgen para lucirla en Semana Santa. El 
					artista respondía que estaba saturado de trabajo y que, por 
					tanto, le era imposible aceptar su encargo. La insistencia y 
					la amistad obraron el milagro, y la imagen cobró vida. Al 
					cabo de dos años, el imaginero presentó la factura. Y viendo 
					que pasaba el tiempo y que su amigo, el director de banco, 
					se hacía “el lipendi”, le preguntó por el impago. La 
					respuesta no se hizo esperar: “Como director de banco jamás 
					incumpliré ningún compromiso adquirido, pues mi honradez en 
					el empleo es muy conocida. Pero como hermano mayor de la 
					cofradía de…, me niego a pagarte porque carecemos de dinero 
					en la hermandad y nadie se quiere hacer cargo de la deuda”. 
					 
					El imaginero, hombre fuerte y sensible, le midió las 
					costillas al director de banco. Lo sucedido se propaló por 
					toda Sevilla y, al parecer, el bancario fue trasladado, por 
					impopular, a otra ciudad. He aquí la forma de actuar que 
					tienen muchas personas, acomodando sus decisiones al cargo 
					que ostentan y nunca al deber moral. En el caso relatado, 
					claro está que el director de banco era una persona capaz de 
					engañar al lucero del alba. Un sujeto de poco fiar, oculto 
					tras el cargo de director que ostentaba. Una situación que 
					infundía confianza suficiente para atrapar incautos y, 
					luego, hacerles la trastada. Lo de la doble moral es algo 
					que nunca pasa de moda. Lo mismo que el andar por la vida 
					valiéndose de las actitudes imprecisas o vagas. Lo que 
					conocemos por medias tintas. Una forma de ser que ni 
					siquiera está bien vista en ese saco roto de la política, 
					donde dicen que caben todas las malas acciones. 
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