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                     Activar el empleo en el mundo es 
					esencial para avivar la vida de las personas, el bienestar 
					que todos nos merecemos y por el que todos debemos luchar. 
					Lo sabemos, lo decimos, pero el compromiso no pasa de las 
					palabras. También observamos lo desastroso que es caer en el 
					desánimo y que la sociedad se mueva en el permanente 
					descontento. El ser humano decepcionado es terrible y 
					temible, pero hacemos bien poco por alentarlo. Al final 
					solemos quedarnos en el universo de los lamentos. ¡Cuántas 
					lamentaciones podrían haberse evitado si fuésemos más 
					humanos! Resulta complicado que cohabite el sosiego, cuando 
					se tiene hambre de justicia y sed de libertad. Todo es 
					posible en un mundo injusto y oprimido. Lo estamos viendo y 
					viviendo, confiamos en que también sufriendo, con Oriente 
					Medio y el Norte de África. Si en verdad tuviésemos la 
					coraza quitada, su dolor formaría parte del nuestro, y 
					quizás entenderíamos mejor el amor a la existencia.  
					 
					Una vida que, por cierto, nos exige estar preocupados los 
					unos por los otros y también ocupados. La situación de 
					angustia se agrava aún más ante la falta de trabajo. Aparte 
					de que la ociosidad sea la madre de todos los vicios, uno 
					necesita trabajar para comer, y si no lo necesitase para 
					comer, lo necesita para sentirse bien, o sea, para tener 
					salud y ganar moral. Además de que trabajar -como dijo 
					Rousseau- constituya un deber indispensable para el hombre 
					social, infunde una realización humana que no puede 
					truncarse. Todo los poderes y todos los agentes sociales han 
					de contribuir a generar ese activo laboral que precisamos 
					para vivir. Ciertamente, una economía que no es capaz de 
					generar oportunidades de inversión, ni de fomentar la 
					iniciativa empresarial, difícilmente puede crear ocupación. 
					Por consiguiente, resulta inútil pensar en un pacto global 
					para el empleo, si la propia cuestión económica es 
					excluyente y selectiva. La persona es más que un mercado 
					competitivo, el proceso de crecimiento y dignificación tiene 
					otros parámetros, como la generosidad y el bien común. Algo 
					que se ha borrado de la memoria del mundo obrero, quizás, 
					porque la incultura de la compraventa se ha merendado el 
					cultivo del diálogo social. 
					 
					A mi juicio, el referente social ha perdido peso y, por 
					ende, también la justicia social. Bajo este contexto 
					antisocial, la vida laboral también se ha despojado de la 
					cultura solidaria. Todo se organiza y se desorganiza en 
					función exclusiva del becerro de oro, es decir, de la 
					ganancia. Las dimensiones propiamente humanas, que precisan 
					vivirse en sociedad, apenas cotizan en los corazones 
					humanos. Por consiguiente, el trabajo ha perdido esa 
					característica propia de unir a las personas, se ha 
					embrutecido en la medida que se ha deshumanizado totalmente, 
					y todo parece reducirse a egoísmos individuales. En 
					consecuencia, es tan justo como preciso activar empleos, 
					pero hacerlo de manera que liberen a la ciudadanía de tantas 
					esclavitudes. No se puede avivar la vida con trabajos que 
					degradan a las personas. Me preocupa, pues, que las 
					políticas actuales no se ocupen más de estos hechos y de 
					atajar el aluvión de desequilibrios y desigualdades que 
					conviven entre los países y dentro de los propios países.
					 
					 
					Desde luego que hay que activar el empleo, pero no cualquier 
					empleo y de cualquier manera; debe ofertarse en la dirección 
					de hacer de la vida una vida más humanizadora, menos 
					esclava, más en clave de socialización y de descubrirse uno 
					asimismo. Mucho se habla ahora del trabajo decente, pero qué 
					trabajo es ese que no respeta a la persona, que no lo 
					remunera lo suficiente, que lo considera un engranaje más de 
					la maquinaria, como si no tuviese corazón. Aún hay que 
					subrayar y poner de relieve la primacía de la persona en el 
					proceso de producción. Aún hay que subrayar y poner de 
					relieve que entre el mundo del capital y el mundo del 
					trabajo no puede haber conflicto alguno, que están obligados 
					a entenderse. Aún hay que subrayar y poner de relieve, mal 
					que nos pese, que el trabajo no es propiedad de nadie, sino 
					deber (de trabajar) y derecho (al trabajo). En suma, que 
					todavía tenemos mucho que subrayar y poner de relieve; se 
					trata de escarbar en la solución a un problema fundamental, 
					como es el de conseguir encontrar un empleo adecuado a las 
					dotes formativas.  
					 
					Echando una mirada sobre la familia humana, esparcida por 
					los diversos mundos, no se puede por menos que quedar 
					impresionado ante las gentes que se encuentran desocupadas y 
					no cesan en su empeño de buscar trabajo. Ante esta realidad, 
					uno se pregunta: ¿qué justicia social es ésta que no 
					redistribuye el trabajo? Sin duda, es necesario reinventar 
					nuevos modos y maneras de garantizar el trabajo, porque éste 
					es una parte constitutiva de la persona, sólo hay que ver la 
					crisis en la que suelen entrar las almas que no tienen 
					perspectivas de trabajar. Realmente son muchos los 
					individuos excluidos del sistema productivo, que esperan una 
					oportunidad. Por desgracia, el mercado no es solidario, y 
					las empresas sólo ven por los ojos del mercado, no por los 
					ojos de la empresa social y humana, como cabría de esperar 
					en un mundo civilizado. 
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