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OPINIÓN - DOMINGO, 1 DE MAYO DE 2011

 

OPINIÓN / EL OASIS

Elogios del vino
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

El viernes estuve comiendo en un restaurante estupendo. En Ceuta, hay varios que merecen ese adjetivo. El maître del establecimiento, del restaurante a que me refiero, es un estudioso de los vinos. Lleva muchos años dedicado a interesarse por ellos y a fe que se le notan sus conocimientos. El viernes, cuando el maître se pudo tomar un respiro, le recomendé un libro sobre vinos, tan bien escrito como ameno y cuya lectura permite saber de la historia del vino que se remonta a la época de los egipcios, los sumerios y los romanos, allá en las regiones vitícolas de la antigüedad mediterránea.

Uno, que ha nacido en una zona de vinos por excelencia, como es el marco de Jerez, sabe que el vino fino adquiere su esplendor en El Puerto de Santa María; la manzanilla en Sanlúcar de Barrameda, y el oloroso en Jerez de la Frontera. Y recuerdo que muchas fueron las veces que escuché atentamente las explicaciones de un catador de vinos, amigo de la infancia, que nos decía que para el hombre medieval, el vino o la cerveza no eran un lujo, eran una necesidad. Ya que las ciudades ofrecían un agua impura y con frecuencia peligrosa. Y al desempeñar el papel de antiséptico, el vino fue un elemento importante de la rudimentaria medicina de la época. Así que se mezclaba con agua para hacerla bebible. Y, naturalmente, afirmaba él, pocas veces se bebía agua pura, al menos en las ciudades.

Por tal motivo, nunca me sorprendió lo que escribiera al respecto el erudito británico Andrew Boorde, en el siglo XVI: “El agua sola no es sana para un inglés”. Ni tampoco que Pasteur, el creador de la medicina moderna, calificase al vino como “la más sana e higiénica de las bebidas” Y es que el agua era transmisora de pestes colectivas como el tifus, el cólera, los parásitos, la hepatitis, etc. Además, el hombre necesitaba inexorablemente consumir diariamente un determinado volumen de líquidos. El vino era, pues, básicamente un producto de consumo de primera necesidad. Hoy ya no es así, y el vino se ha transformado como concepto en un producto de prestigio a quien lo conoce y lo sabe utilizar correctamente.

El maître al que aludo, que sabe escuchar tan bien como conversar, no tuvo el menor empacho en decirme que se me olvidaba destacar otra cualidad del vino. La que hace posible que las personas sean mejores. Y comenzó a enumerar: el vino convierte en espléndido a los avaros; hace que los tímidos se sientan a gusto; convierte a los egoístas en generosos; los malos parecen buenos, y hasta los hay que con cuatro copas dan muestra de una generosidad que jamás se les habría ocurrido estando sobrios. Y finalizó diciendo que podría seguir haciéndole el artículo al vino.

Es entonces, cuando se me vino a la memoria lo que decía Pla, escritor catalán: Bien mirado, quizá hay sólo otra fuerza capaz de producir los mismos efectos que se le atribuyen al alcohol: es el ejercicio de la vanidad personal. El hombre –o la mujer- que no puede satisfacer su misterioso deseo de vanidad, se vuelve triste, duro, malvado, resentido. Y esto en cualquier grado de la vanidad que pueda producirse. El hombre –o la mujer- que ve satisfecha su ansia de vanidad se esponja, se le licua el siempre durísimo cristal de resentimiento potencial que llevamos dentro y es capaz de sentir ternura. Lo que no dijo Pla es que beber vino malo causa efectos contrarios. Y, naturalmente, nada buenos.
 

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