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                     El lunes pasado, me tropecé con Lorenzo 
					Linares Díaz, abogado él, en la plaza de la 
					Constitución. Tras haber estado sin hallarnos un montón de 
					tiempo. A Lorenzo, cada vez que nos vemos, que suele ser 
					menos veces de las que los dos quisiéramos, le agrada 
					sobremanera charlar conmigo. Y, si acaso ambos no estamos 
					urgidos por las prisas, no tenemos inconveniente alguno en 
					demorarnos en nuestra conversación. 
					 
					El lunes fue Lorenzo quien llamó mi atención, ya que no me 
					había percatado de su presencia. Y, lógicamente, la cháchara 
					comenzó a cundirnos de manera fluida. A pesar de que, en 
					esta ocasión, a mí me esperaban ya en otro sitio. Pero, 
					tratándose de Lorenzo, a quien conozco desde hace muchísimos 
					años, yo soy hasta capaz de llegar tarde a una cita, siendo 
					como soy tan cuidadoso en semejante menester. 
					 
					Lorenzo Linares, que nunca ha tenido el menor empacho en 
					declararse lector mío, me dijo que se había sorprendido al 
					enterarse de que yo estaba ya muy cerca de cumplir los 
					setenta y dos años. Y a renglón seguido, cual suele suceder 
					en estos casos, me preguntó por la vida que yo hacía para 
					conservarme tan bien.  
					 
					Y no dudé en darle la receta: en principio, mi bebida 
					preferida es el Rioja. Que bebo con moderación. Y, 
					naturalmente, mentiría si no te dijera que siempre le he 
					dado mucha importancia al dormir. En realidad, quizá 
					dejándome llevar por lecturas que hablaban de la necesidad 
					de dormir, desde el punto de vista de la salud y de la 
					higiene, consideré muy pronto que dormir es más importante 
					que comer y que cualquier otra necesidad física.  
					 
					De modo que cuando duermo las horas necesarias me siento 
					mejor en todos los sentidos. En cambio, si duermo poco y 
					mal, noto como se apodera de mí el desorden, la fatiga, la 
					debilidad, y quedo a merced de cometer malas acciones.  
					 
					Una de ellas, por ejemplo, sería recomendarle a Francisco 
					Javier López de Vinuesa, ese pobre hombre a quien el 
					miedo le tiene atenazado, que procure dormir más a ver si 
					consigue llegar a los setenta años con la cara tan tersa 
					como si le hubieran hecho un lifting. Porque al paso que va, 
					si consigue llegar a septuagenario, va a tener que lucir un 
					careto con más rayas que el uniforme que usaban los soldados 
					españoles, destinados en Filipinas.  
					 
					Lo de FJL, lo comprendo yo perfectamente; su miedo atrasado 
					y cerval, le impide dormir, desde hace ya la tira de tiempo. 
					Y, claro es, si no duerme, cada día que cumple, el pobre 
					hombre, le cuentan por siete; y así, al paso que va, no 
					sería nada extraño que acabara con el rostro convertido en 
					un mandil de rayadillo. 
					 
					A lo que iba Lorenzo, y perdóname por la digresión, que te 
					quede bien claro, pues, la gran importancia que concedo al 
					dormir. Eso sí, hay que dormir a la pata la llana. Y esa 
					manera de hacerlo, con mis debidos respetos para quienes 
					padecen de algo que les impida disfrutar de ello, se debe a 
					que tengo la conciencia tranquila. Y en los tiempos que 
					corren, donde abundan los trincones como setas y donde los 
					hay capaces de engañar incluso a un tribunal médico, 
					alegando que les flaquean las piernas en cuanto han de 
					incorporarse a su labor, por cobardía reconocida, es 
					tremendamente difícil. 
					 
					Ah, hastiado un poco de la campaña electoral, he decidido, 
					hoy, opinar acerca de los efectos saludables que produce 
					dormir bien. 
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