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                     Fue en Madrid, cuando apenas si 
					los ‘felices sesenta’ se habían estrenados, donde descubrí 
					yo lo mucho que se podía disfrutar leyendo los artículos de
					César González Ruano. Por aquel tiempo, leía yo 
					compulsivamente a los maestros rusos. Y quienes se enteraban 
					de mis preferencias literarias, no se explicaban cómo era 
					posible que un amante de los artículos de opinión pudiera 
					aguantar la densa prosa de los escritores surgidos del frío. 
					 
					En el Madrid de 1960, cuando España empezaba a despegar en 
					muchos aspectos, la gente principiaba ya a leer el periódico 
					en el metro, en el autobús y en la barra de la cafetería 
					mientras se desayunaba. Prueba evidente de que la vida 
					comenzaba a exigir más ritmo y, desde luego, a que se comía 
					mucho mejor que diez años atrás. Así, el artículo corto, 
					literario y capaz de crear opinión, ganaba adeptos sin 
					cesar. 
					 
					Pero aún quedaban años por delante para que la columna se 
					convirtiera en el género estrella de los medios escritos. 
					Umbral, el mejor entre los mejores columnistas, hablaba 
					de la columna periodística como el fenómeno social y 
					cultural más significativo de la transición española y de 
					nuestra democracia. Y a fe que estaba más que autorizado 
					para expresarse así. 
					 
					La columna tiene su medida: apenas seiscientas palabras que 
					se leen en un santiamén. Y juega con la ventaja de aportar 
					interpretación al contenido de la información. Una 
					información que el lector de periódicos ha oído ya en radio 
					y televisión. Por lo que, salvo raras excepciones, apenas si 
					la busca en las páginas escritas. 
					 
					Habiendo perdido los periódicos la batalla de la información 
					rápida, los editores se han visto obligados a dar 
					preferencias a las plumas capaces de contar muchas cosas y 
					que puedan ser leídas en pocos minutos. Un periódico sin 
					columnistas es, actualmente, como un guiso sin sal. De ahí 
					que hasta en provincias hayan ido surgiendo, cada vez más, 
					escritores de este menester literario. 
					 
					Los columnistas pueden disentir perfectamente de la línea 
					editorial del medio en el cual escriben. Si es que el medio 
					tiene clara su línea editorial (pues los hay, los estamos 
					viendo a cada paso, que no se aclaran al respecto). Mas 
					nunca llevarle la contraria por sistema. Ya que entonces 
					habría que averiguar las causas de esa disonancia entre 
					partes. Y seguro que hallaríamos problemas difíciles de ser 
					subsanados entre el editor y quien escribe. 
					 
					A pesar de semejante reconocimiento, dudo que haya algún 
					escritor de columnas que sea capaz de vanagloriarse de no 
					haber sido censurado nunca. Por más que la censura no sea el 
					mejor remedio para arreglar desavenencias. Aunque, justo es 
					decirlo, no poder escribir siempre lo que uno querría 
					escribir, hace posible que uno trate por todos los medios de 
					eludir la censura. Y busca la manera de dar con las palabras 
					adecuadas para sortear semejante obstáculo. Lo cual no deja 
					de ser un ejercicio complicado pero que, a la larga, otorga 
					beneficios a quien escribe. 
					 
					Fechas atrás, se me ocurrió hacerle el artículo a José 
					Antonio Carracao. Porque lo creía –y lo sigo creyendo- 
					merecedor de él. Por haber progresado como político. Y lo 
					hice convencido de que mi reconocimiento no iba a enfurecer 
					a nadie. Pero que si quiere arroz, Catalina. Al día 
					siguiente, quizá por casualidad y por un quítame allá esas 
					pajas, Carracao fue maltratado. Comportamiento provinciano. 
					A pesar de que uno se aplica su propia censura. 
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