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					Acusar es peligroso. Hay que tener muy bien cubierto el 
					culo, para poder lanzar un ataque frontal al “enemigo”. 
					 
					Si la acusación, además, es generalizada, dirigida a un gran 
					colectivo de personas, aún es más preciso tener la espalda 
					bien apoyada sobre una pared indestructible de ética y 
					moral. De lo contrario, el boomerang inculpatorio volverá y 
					se incrustará inevitablemente en la frente del acusador. 
					 
					Una noche te acuestas eufórico, porque has llamado racistas 
					a todos los que te ha dado la gana y la adrenalina del 
					momento ha alimentado de nuevo tu necesidad de elevación 
					personal… y a la mañana siguiente, te levantas con el 
					recuerdo de tinta de tus propias palabras, clavándose en tu 
					estómago, haciéndote difícil fingir una irónica sonrisa.  
					 
					En un corrillo de amigos, puedes insultar y/o intentar 
					ridiculizar a todo el que te de la gana, porque todo queda 
					en palabras que se llevará el viento o en argumentos de 
					“correveydiles” que las trasladarán sin credibilidad de un 
					lado a otro de sus tristes vidas. Esa “libertad” no se tiene 
					cuando lo que haces es escribirlas, hacerlas inmortales 
					entre las tapas de un “libro” que, como los demás no son 
					tontos, se encontrará y se utilizará cual raqueta en un 
					partido de tenis que, inevitablemente, siempre acaba 
					perdiendo el peor. Si esto ocurre, es como si colocaras un 
					sello de “certificado” en lo que has dicho, en lo que has 
					argumentado o defendido. 
					 
					Le das “pedigrí” y eso, trae sus consecuencias. Soy un 
					ciudadano de los que alguien ha llamado “racistas” porque le 
					ha salido de sus benditas narices.Me sentí insultado en su 
					momento, aunque ofende el que puede, no el que 
					 
					quiere. Por ello, cuando todos los ceutíes hemos podido ver 
					que el acusador ha perdido todos sus argumentos, tras 
					traerse a la actualidad el recuerdo de unos escritos propios 
					de un jefe militar de las Cruzadas, pareciendo querer traer 
					de nuevo el control cristiano a Tierra Santa… no puedo hacer 
					más que reír. Y me río por muchas cosas, pero la que más 
					gracia me hace, es la que todavía no ha pasado, la que va a 
					colocar a cada cual en su sitio y, a más de uno, va volver a 
					enterrarlo en las catacumbas, con una cruz roja pintada en 
					el pecho, el casco ladeado y la espada rota por la fuerza de 
					un pueblo que no ha querido nunca adalides del “caballismo” 
					en sus calles. Amén. 
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