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                     A poco que miremos a nuestro 
					alrededor nos daremos cuenta que el mundo precisa del 
					fermento de una nueva cultura, capaz de avivar el respeto 
					hacia el ser humano. Sabemos bien que cohabitan formas de 
					cultura que agreden los derechos de las personas y que, por 
					muy arraigadas que estén en las tradiciones de los pueblos, 
					deben cesar de inmediato. ¿Por qué permitir expresiones 
					culturales que nos deshumanizan? ¿Qué derecho tiene un ser 
					humano de golpear a otro ser humano?. La intervención social 
					tiene que ser urgente y aplicada de raíz. Debemos caminar 
					cuanto antes hacia una sociedad abierta a todas las edades y 
					géneros, franca con todas las culturas. Sí en verdad nos 
					duelen los numerosos abusos que a diario se cometen contra 
					la infancia, contra los jóvenes y mayores, debemos ser los 
					primeros en hacer valer sus derechos, mediante una auténtica 
					cultura de estima y de acogida hacia toda vida humana. Se 
					trata de generar una conciencia social globalizadora en la 
					que todos debemos estar implicados. Téngase presente que una 
					humanidad sólo se crece si se dignifica a sí mismo y 
					ensimismo, sin perjudicar la libertad ajena. 
					 
					Quien es digno, asume la obligación de ser lo que es y se 
					reconoce libre porque sabe dominarse. No admite que le 
					dominen por dominio, sino por ideas desnudas de intereses. 
					Esta es la cultura que se ha de fortalecer, aquella que nos 
					dignifique como sujetos de la especie con alma. Todos 
					tenemos, pues, la responsabilidad de promover la dignidad 
					humana de las vidas maltratadas y de abogar por su 
					liberación y porque reciban un apoyo humano incondicional. 
					Por desgracia, tratar mal a una persona, menoscabarla, 
					echarla a perder, se ha convertido en algo permanente que no 
					está obteniendo respuesta eficaz por parte de la ciudadanía. 
					Cuando la persona no es dignificada por la propia sociedad, 
					difícilmente puede actuar la justicia social por mucho que 
					se hable de ella. Dicho lo anterior, convendría preguntarse: 
					¿quién considera al prójimo como “otro yo”?. Ciertamente, el 
					día que se active la cultura del deber de hacerse prójimo de 
					los demás, el comportamiento será verdaderamente fraterno. 
					Por el contrario, sí este camino no se toma, las actitudes 
					de soberbia y de egoísmo seguirán humillándonos, para dolor 
					de todos.  
					 
					Uno tiene que considerarse, y que le consideren persona, 
					para llegar a ser alguien. Aprendemos a vivir cuando 
					encontramos a la persona que ama la vida. Aprendemos a amar 
					cuando encontramos a la persona que nos ama. Aprendemos a 
					ser nosotros mismos cuando somos capaces de discernir. Lo 
					maravilloso de aprender es que nadie puede quitarnos lo 
					aprendido, para bien o para mal. Al venir al mundo 
					necesitamos de nuestros semejantes. Pero los demás, o sea la 
					sociedad en su conjunto, hace bien poco por esos niños y 
					niñas que son víctimas cada año de violencia dentro de sus 
					hogares, espacio que debiera ser de protección de afecto y 
					de resguardo de sus derechos. Por otra parte, en todo el 
					planeta se disparan las estadísticas de víctimas de abusos 
					sexuales en la infancia. El maltrato infantil es tan común, 
					que se ha convertido en un flagelo global con graves 
					consecuencias que duran toda la vida. Lo mismo sucede con el 
					maltrato a las mujeres. ¿Habrá algo más degradante que usar 
					la violación como arma de guerra?. O con el maltrato a los 
					mayores, a las personas ancianas, que es también otra 
					contienda global, que sólo se podrá prevenir si se 
					desarrolla una cultura que favorezca la solidaridad 
					intergeneracional y que rechace la violencia. 
					 
					Los hechos son los que son, y es verdad que nos deshumaniza 
					el aluvión de maltratadores que rechazan el valor y la 
					dignidad del ser humano como tal, pero también nos 
					deshumaniza la complicidad de una cultura permisiva, que 
					hace bien poco o nada, por exterminar la cultura de 
					intolerancia y abusos que a diario se producen en el mundo y 
					que causan verdadero terror. Es lo humano y lo más débil lo 
					que se encuentra en peligro, lo que se trata como un 
					instrumento o un objeto de divertimento. Se maltrata la 
					sacralidad e inviolabilidad de la vida humana, que corrobora 
					la Declaración Universal de Derechos Humanos, y no pasa 
					nada. Desde luego, es evidente que en semejante situación 
					cultural, el ser humano se siente maltratado, pero no puede 
					salir del sistema que le manda producir y disfrutar a tope, 
					en parte porque le falta tiempo para pensar, meditar y ver 
					que todo ha de estar subordinado al individuo y no al revés. 
					 
					Lo importante es el ser humano, la humanidad del ser humano, 
					y saber que en cada niño nace esa humanidad, que en cada 
					joven vive esa humanidad, y que en cada anciano persiste esa 
					humanidad. Es cuestión de estimular una renovada cultura que 
					se interese más por lo humano, por aquello que le ocurra a 
					cada persona, para que no le resulte ajeno y lo considere 
					como propio. Lo vulgar es el maltrato. Lo culto es ponerse a 
					estudiar el libro de la humanidad e intentar descubrir en él 
					lo mejor de sí. Se puede conseguir, en el momento que cada 
					uno de nosotros seamos más corazón que cuerpo. En cualquier 
					caso, la mejor manera de contribuir a la humanización será 
					no resignarse a perder la identidad. Sería paradójico no 
					hacerlo y que nosotros fuésemos nuestro peor enemigo. Algún 
					día, un tribunal, con jurisdicción universal, tendrá que 
					juzgar a esa humanidad que ha dejado libre a los activistas 
					de la cultura del maltrato y, sin embargo, ha encerrado a 
					los primates en zoológicos. 
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