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                     Martes. En cuanto pude me lancé a 
					la calle. Pues llevaba ya tres días sin frecuentar mis 
					sitios preferidos. Que no son pocos días. En mis sitios 
					preferidos encuentro yo a las personas con las que suelo 
					alternar. Dos o tres a lo sumo. Al margen de las también 
					conocidas que pueda hallar durante mi recorrido por el 
					centro de la ciudad. 
					 
					Durante mi recorrido por el centro de la ciudad, a esa hora 
					vaga de mediodía donde el sol comenzaba a pegar de lo lindo 
					–menos mal que los calvos tenemos posibilidades de 
					embadurnarnos con cremas antisolares-, me tropecé con 
					Manolo Blasco, y me pareció apreciar en él un mejor 
					estado de ánimo que meses atrás.  
					 
					Hace meses, y vaya usted a saber el porqué, MB no se habría 
					parado conmigo y, mucho menos, dando pruebas palpables de 
					sentirse entusiasmado. Eufórico. Como si la proximidad del 
					verano le hubiera proporcionado una enorme vitalidad.  
					 
					Mentiría si no dijera que a mí me agradan sobremanera las 
					personas con empuje, nervio, deseos de agradar, etcétera. 
					Pero que guarden cierta regularidad en su comportamiento.
					 
					 
					Cambié impresiones con Blasco durante unos minutos; más o 
					menos los justos para contestar a su pregunta acerca de los 
					partidos políticos y los sindicatos. Me expresé así: “Siguen 
					siendo el cauce de la participación ciudadana, pero es cada 
					vez mayor su anquilosamiento. Los sindicatos deberían volver 
					a su viejo estilo, el que empleaban los 
					anarco-sindicalistas: vivir del dinero de sus afiliados y no 
					admitir las subvenciones del Estado ni de nadie”.  
					 
					Apenas unos minutos después de haber dejado a Blasco me topé 
					con Alfonso Conejo, que tardó nada y menos en 
					transmitirme su alegría: “Manolo, ¡mi hija me ha 
					hecho abuelo por segunda vez!”. Y allá que nos pusimos los 
					dos a conversar del acontecimiento. Por cierto, Alfonso es 
					abuelo por cuarta vez; pues a los dos nietos que le ha dado 
					su hija hay que sumarles los dos correspondientes a su hijo. 
					 
					Luego, Alfonso y yo nos adentramos en los tiempos que 
					corren. Tiempos de fobia contra los políticos. Crece, pues, 
					la desconfianza hacia el Estado –y hacia las instituciones 
					del Estado. Los partidos políticos están cada vez más en el 
					punto de mira de unos ciudadanos que no dejan de proclamar 
					su indignación.  
					 
					Y Alfonso, siempre juicioso, va y me dice: “Mira, Manolo, 
					corren tiempos malos, sin duda; pero la democracia sigue 
					siendo imprescindible. La democracia es el debate permanente 
					de los grandes temas. La democracia significa sucesivos 
					procedimientos de ensayo y error. Y, por encima de todo, 
					dice Conejo, Democracia equivale a sistema que permite la 
					permanente corrección de sus fracasos”. 
					 
					Tras despedirme de mi estimado Alfonso, acudí al 
					establecimiento en el cual me esperaba un amigo con quien me 
					reúno los martes. Y allí coincidí con varias personas 
					pertenecientes al Centro de Menores.  
					 
					Lo primero que hice fue saludar a Antonia María Palomo. 
					A la que siempre traté como ella cree merecer. Eso sí, no sé 
					el motivo por el cual salió a relucir el ostracismo 
					relacionado con la política. Y la señora Palomo, tantas 
					veces dispuesta a destacar mi buen trato hacia ella, saltó 
					hecha un basilisco. Y a mí sólo me cupo responderle: “Te 
					noto endiablada”. Eso sí, hicimos las paces en un santiamén. 
					Faltaría más. 
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