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                     Se pregunta el filósofo: ¿Por qué 
					existe la discordia? Desde luego, no es porque los seres 
					humanos seamos irracionales o violentos por naturaleza, como 
					a veces dicen los predicadores de trivialidades. Más bien 
					todo lo contrario. Gran parte de nuestros antagonismos 
					provienen de que somos seres decididamente “racionales”, es 
					decir, muy capaces de calcular nuestro beneficio y decididos 
					a no aceptar ningún pacto del que no salgamos claramente 
					gananciosos. Y, tras seguir argumentando, el filósofo 
					concluye: “Vivimos en un mundo tremendamente racional pero 
					poquísimo razonable”. 
					 
					Por lo tanto, a veces, muchas veces convendría sacar a 
					relucir el humor. Sobre todo cuando hay personas capaces de 
					mezclar política y religión, sin venir a cuento. Ya que la 
					religión de cada cual es algo íntimo. De ahí que decida 
					contar la siguiente anécdota, parafraseando a la contada por
					Fernando Díaz-Plaja en un ensayo acerca de que la 
					confianza en Dios de los españoles va unida a la 
					familiaridad con las imágenes. 
					 
					Dicen que hace años, Juan Luis Aróstegui, 
					perteneciente a una familia carlista, o sea, de las de 
					Patria, Dios y Rey, en víspera de unas elecciones 
					municipales, en las que tenía puestas todas sus esperanzas 
					en salir elegido concejal, decidió postrarse ante una imagen 
					muy venerada. Y eligió para la ocasión un horario en el cual 
					pudiera pasar inadvertido en el templo. Algo que consiguió. 
					Pues nada más que había otra persona cerca de él.  
					 
					Aróstegui iba vestido, según me dicen, como siempre: vamos, 
					tratando de dar el pego de proletario. Mientras que el 
					hombre que estaba a su vera lleva puesto un macfarlán 
					andrajoso, calzaba alpargatas y olía a miseria. Ambos 
					estaban visiblemente preocupados, obsesionados con su 
					necesidad, y sin darse cuenta rezan en voz alta. 
					 
					El político implora el auxilio de la imagen para poder 
					cumplir su sueño: que los votos de los ciudadanos sean 
					suficientes para poder convertirse en concejal. De lo 
					contrario, virgencita –dice Aróstegui-, seré, una vez más, 
					el hazmerreír de propios y extraños. Y tendré que soportar 
					los sarcasmos de muchísimas personas. 
					 
					El hombre pobre, mientras tanto, sólo quiere los euros 
					justos para poder comer ese día y comprarse el tetra brik de 
					vino. Aunque, en un arranque de sinceridad, extiende su 
					petición a cien euros. “Sería algo, Señora, que haría 
					posible que yo te venerase siempre”. 
					 
					Y metidos ambos en peticiones, llegó un momento en el cual 
					Aróstegui decidió quitarse de encima al pobre que le estaba 
					distrayendo a su venerada imagen. Detiene sus rezos, saca 
					cien euros de su cartera, y le dice al otro: ¡Tome! No ‘me 
					la distraiga’… 
					 
					Y en vista de que no hubo milagro, dado que los resultados 
					de las elecciones fueron catastróficos para él entonces 
					líder del PSPC, éste no tuvo el menor inconveniente en 
					proclamar su ateísmo. Un ateo al uso: de los que se pasan 
					toda su vida hablando de Dios. Eso sí, conviene destacar que 
					el hombre perteneciente a una familia carlista, de las del 
					lema Patria, Dios y Rey, nunca ha renegado de su bautismo ni 
					tampoco ha impedido, según tengo entendido, que sus hijos y 
					nieto pasaran por la pila donde se oficia dicho sacramento. 
					Lo cual nos demuestra, sin duda, que Aróstegui es un varón 
					cristiano y realista. Tan realista como para poder cambiar 
					de opinión en el momento crítico. Así es ateo cualquiera… 
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