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sociedad - MIÉRCOLES, 13 DE JULIO DE 2011


retirada de enseres. fidel raso.

urbanismo / obras publicas
 

Las historias de vida del
Quemadero son ya historia

La última familia que quedaba en la barriada, a la que ha tenido que buscar un alojamiento provisional la Ciudad, abandonó ayer su vivienda con los recuerdos de 30 años a la espalda
 

CEUTA
Tamara Crespo

ceuta
@elpueblodeceuta.com

La cuenta atrás comenzó hace un mes y medio y Fátima, la última habitante del Quemadero, aún no daba ayer crédito a lo sucedido. “Ha sido todo tan rápido, tenían que habernos avisado”, decía mientras contemplaba la montaña de tierra y rocas acumulada frente a su casa. Fátima se resistía aún ayer a asumir la situación: “Que sí, mamá, que han dicho que hay que recoger, que hoy tenemos que salir de aquí”, le decía su hija mayor, Haya, de 17 años. La joven estaba visiblemente contrariada: “Es que no puede ser, llevo aquí 17 años, desde que nací, vaya”, se lamentaba.

A media mañana, la actividad era incesante en el último núcleo de viviendas del Quemadero. Algunos vecinos se afanaban en aprovechar la parte de los materiales de construcción “vendibles”. Las humildes pero “arregladas” casas del Quemadero estaban ya vacías. Todos los vecinos, las nueve familias que vivían apiñadas a la orilla del ahora desaparecido arroyo de las Colmenas, habían recogido sus enseres, con la única excepción de la de Fátima, que no había encontrado aún un piso de alquiler al que trasladarse. “Estoy esperando que vengan mi marido y mi hija, que han ido a mirar uno en Varela”, contaba a la puerta de su casita, de una planta y de la que no sabía decir la fecha de construcción. “¿Quién sabe cuántos años tiene? Yo vine a vivir aquí con siete y tengo cuarenta y tantos... Y antes fue de otra señora, y antes de otra”, contaba con una sonrisa.

Junto a Fátima estaban otro de sus tres hijos y un sobrino, hijo de su hermana Nazia, que vivía en otra de las casas de la barriada y ayer ya estaba en el piso donde se ha ubicado de forma provisional con su marido y sus dos hijos, “en Hadú”, aclaraba.

Mientras esperaba la llegada de su marido, Ahmed, con buenas noticias acerca de su nuevo alojamiento, Fátima contaba historias vividas en el Quemadero. “Aquí estábamos bien”, aseguraba, “no es lo mismo vivir en una casita, en el campo, que en un piso”. Y es que a pesar de que las casas del Quemadero, como todas las que se han construido por sus propios habitantes, eran humildes, cada familia había ido ampliándolas y arreglándolas en función de sus posibilidades. Frente a la casa de Fátima, dos de los objetos que unos hombres cargaban en una pequeña furgoneta eran anafres hechos a base de llantas, unos objetos muestra del “ingenio” al que obliga la necesidad y testigos también de las fiestas vividas en familia, de las “pinchitadas” en los patios de las casas, algunas de ellos, como las de los padres de Fátima y Nazia, provistos de árboles frutales.

Al hablar de los patios, Fátima recordaba a otra de sus hermanas, que también vivía en el Quemadero y que falleció joven no hace mucho, dejando un niño pequeño que ahora tiene tres años y está “guapísimo”. Los ojos se le llenaban de lágrimas al recordarla mientras mostraba, en un pequeño espacio abierto de su casa, los tiestos con las plantas que aún le guarda. “Claro que me los llevo, los llevo conmigo”, aseguraba. También recordaba Fátima el día de hace “un año y medio o así”, en que las lluvias torrenciales tiraron un muro de su casa. “Casi se nos cae encima, vinieron los bomberos y entonces me dijeron para realojarme, pero no quise, aquí estábamos bien, a pesar de los problemas”.

Apenas han tenido un mes y medio para pensar en todo ello: “Las máquinas aparecieron un día por ahí arriba y no pararon, ni sábados ni domingos”, relataba. La noche anterior, la última vecina del Quemadero la pasó sin luz, alumbrada por velas, porque, al fin, habían retirado el ruidoso generador que les prometieron iba a estar sólo unos días y cuyo estruendo les ha acompañado durante semanas las 24 horas del día.

En medio de la conversación, Ahmed y su hija Haya llegaban, pero con malas noticias. “¿Qué pasa, era pequeño el piso?, preguntaba la mujer a su primogénita. “Sí, sí, era pequeño, pero es que no ha querido alquilarlo”, respondía la joven con cara de enfado. “Voy a descolgar el bikini”, acertaba a decir Haya en un gesto de cotidianidad que sería uno de los últimos de su vida en el Quemadero.

Haya explicaba entonces a su madre que el dueño de la casa que habían ido a ver no había accedido a arrendársela al decirle que la Ciudad se hacía cargo del pago del alquiler. “Dice que Servicios Sociales no paga. ¿Si son tan formales, por qué no le paga antes?”, continuaba visiblemente contrariada. Tras quitarse la chilaba, Haya estaba con ropa de andar por casa, sentada junto a Fátima en el poyete de la puerta, donde a buen seguro habrían pasado muchas tardes y noches de verano al fresco. “Pues yo no me voy de mi casa, nos vamos mañana”, afirmaba Fátima. “Que no, mamá, que no, que venimos de hablar con la asistente social y nos ha dicho que tenemos que salir hoy”, repetía Haya.

Por la tarde, el nudo gordiano que atenazaba a la última familia del Quemadero se deshizo, con la ayuda de los trabajadores de Asuntos Sociales. “Nos han buscado una casa en el centro”, confirmaba aliviada la joven Haya. La del lunes se había convertido ya, después de 80 años, en la última noche en que el Quemadero estuvo habitado. Fátima, Ahmed y sus tres hijos descansaban en casa de unos familiares y hoy conocerán su nuevo hogar provisional. Su futuro parece no obstante que quedará muy cerca de su antiguo barrio, en Loma Colmenar, de modo que podrán ver en qué se convertirá lo que antaño fuera un lugar hermoso para vivir a pesar de su humildad, una vaguada llena de árboles, de vida y de historias que hoy son historia.
 


En apenas 40 días, las nueve familias han tenido que dejar sus casas

El pasado 2 de junio, EL PUEBLO informaba por primera vez del comienzo de unas obras que entonces nadie sabía ni parecía prever en qué terminarían. Las máquinas de Ribera Navarra, la empresa que realiza el movimiento de tierras para construir la nueva cárcel de Fuerte Mendizábal, muy cerca del Quemadero, aparecían por la parte superior de la vaguada. Durante días, sin descanso ni siquiera sábados y domingos, toneladas de tierra fueron arrojadas frente a las nueve viviendas del barrio. Poco a poco se formó una montaña, y luego otra. Los vecinos se quedaron sin luz, sin agua a ratos, y salvo por las noticias de este diario no sabían a qué respondía esta situación. Apenas 40 días después y en muchos casos, tras toda una vida en el Quemadero, no queda allí ninguno, aunque e esperan que su futuro no esté lejos.
 

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