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					A comienzos de julio hice un viaje a Gambia y Senegal con mi 
					hijo, de trece años. Era la primera vez que íbamos al África 
					Subsahariana, esa cuyos habitantes a menudo intentan ganar 
					las costas de Melilla a nado o en una lancha de juguete, 
					cuando no saltando la valla que separa la ciudad de 
					Marruecos. Se dice que en África, desde hace siglos, las 
					tribus se desplazan de un sitio a otro cada cierto tiempo, 
					en caso de necesidad, aquejadas por la hambruna, por la 
					sequía o por guerras en las que llevaba las de perder. .  
					 
					Nadie puede estar seguro, por tanto, de que los mandinga o 
					los wolof sean oriundos de Gambia o Senegal pese a ser las 
					etnias más numerosas en ambos países, pudieron llegar de 
					cualquier otra parte y algún día puede que no habiten más 
					aquellas tierras. En estos momentos 3.000 somalíes cruzan a 
					diario las fronteras de Kenia y Etiopía huyendo de la 
					hambruna, también hay conflictos en Sudán, Yemen o Costa de 
					Marfil, y no digamos en Libia, Túnez, Egipto o Siria, un 
					conjunto de situaciones desventajosas para mucha gente en 
					movimiento, camino de Melilla o de Dios sabe dónde. 
					 
					Gambia y Senegal son países muy calurosos, polvorientos e 
					incómodos, donde a veces dar dos o tres pasos bajo el sol 
					del mediodía nos recuerda las palabras de Cesare Pavese 
					cuando aseguraba que viajar es una atrocidad. Sin embargo, 
					allí la gente actúa un poco como aquí: hay quienes están 
					quietos y se hunden poco a poco, y hay quienes se ponen en 
					marcha porque los remolcadores los han abandonado. La gran 
					mayoría prefiere moverse aunque no resulte fácil. Para 
					llegar a Melilla, sin ir más lejos, los subsaharianos, sean 
					de Gambia o de Senegal o de cualquier otro país, se agrupan 
					en Mali, donde las mafias los guían hasta el sur de Argelia, 
					para cruzar después a Marruecos por el paso de Oujda. Cubrir 
					todo ese trayecto a veces les lleva varios meses. 
					 
					Durante siglos, los subsaharianos han estado yendo de acá 
					para allá, y aún hoy parece que lo único que han hecho es 
					pedalear en una bicicleta estática. Pero todo esto quizás es 
					una falsa impresión y en realidad ya no están donde estaban. 
					Quizás están cada vez más cerca o más lejos, quizás se nos 
					acercan o se alejan de nosotros, es imposible decidir al 
					respecto.  
					 
					Un poco ingenuamente, durante una semana mi hijo y yo los 
					hemos seguidos hasta donde nos permitían las fuerzas, y nos 
					hemos asombrado al ver que cuando nosotros nos íbamos a 
					dormir cada noche, ellos seguían su marcha. Mis sueños, en 
					aquellas noches de plomo, eran simples y extraños al mismo 
					tiempo: atravesaba sabanas, bosques de baobabs, reservas, 
					ríos, cruzaba el mar en ferrys atestados, hacía rutas en 
					todoterrenos, exploraba junglas tupidas como los barrocos 
					bordados de nuestras abuelas (que no sabían cómo matar el 
					tiempo) y finalmente llegaba a la falda de una altísima 
					montaña, acaso el Kilimanjaro, donde se suponía que me 
					aguardaba algo, un misterio, un contacto, no sé, el caso es 
					que acampaba allí y esperaba, con paciencia, a veces, 
					impaciente también, y a la mañana siguiente, sin saber bien 
					qué me había sucedido, si es que me había sucedido algo, 
					reemprendía la marcha, en sentido contrario. 
					 
					Nunca he entendido esas películas africanas en las que un 
					grupo de exploradores atraviesa un territorio lleno de 
					peligros, en busca de las minas de rey Salomón o vaya usted 
					a saber, y que acababan justo cuando el grupo, mermadísimo 
					porque en el camino a alguno se lo habían tragado las arenas 
					movedizas o lo había devorado un imponente león o terminaba 
					en la cacerola de una tribu de pigmeos, llegaba a su destino 
					y conseguía sus propósitos, que no era ni el oro ni la 
					gloria sino una rubia insólita en aquel paisaje agreste y 
					malencarado. Nunca las he entendido porque notaba que a esas 
					películas les faltaba algo: por ejemplo, el camino de 
					vuelta. ¿Es que a la vuelta no se iban a encontrar los 
					mismos peligros que a la ida? ¿Es que ya no moriría ninguno 
					más porque al fin habían aprendido algo que los protegería 
					en adelante? 
					 
					Me hago todas estas preguntas absurdas no por el rigor con 
					el que hoy calienta el sol en Guadalajara sino porque ahora 
					mismo, mientras espero impaciente a que llegue el miércoles 
					(cuando por fin nos iremos a Melilla), no sé si nuestro 
					viaje es de ida o de vuelta. 
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