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                     Transcurría el curso 1999-2000. 
					Colegio Público “Maestro Juan Morejón”. Me correspondió la 
					de tutor de un grupo de 2º de la ESO-A, formado por alumnos 
					y alumnas, a casi un 50%. Yo impartía Matemáticas, Ciencias 
					de la naturaleza, Tecnología, y si quedaba un tiempo libre, 
					me responsabilizaba de la alternativa a la Formación 
					Religiosa, donde, con un grupo de varios alumnos musulmanes, 
					nos dedicábamos a comentar la “prensa del día”. 
					 
					En los comienzos del curso, todavía con el recuerdo de las 
					vacaciones, Septiembre lo dedicábamos a repasar el curso 
					anterior y organizar el aula. En mi trayectoria como tutor, 
					lo primero que hacía ere elegir al Delegado del grupo, que 
					al mismo tiempo, ejercía como Secretario del tutor. 
					 
					El cargo, en su doble función, se elegía de forma 
					democrática, con la participación de todo el grupo. Con 
					mayoría absoluta salió elegido Oscar, un chico con aspecto 
					serio, que a mí, me agradó. Y a él, también. Se le vio 
					entusiasmado. Quería ser útil, colaborar para el buen 
					funcionamiento del grupo. 
					 
					Oscar, que había “cogido” el cargo con muchas ganas, 
					pretendió introducir nuevas ideas para conseguir la 
					superación de todos los objetivos propuestos. Entre sus 
					ideas, estaban a elaboración de un escueto “Reglamento de 
					Disciplina”, aunque ya existía uno de cursos anteriores. El 
					suyo, aprobado por el grupo, sus ideas iban en esta línea: 
					 
					En las entradas y salidas del aula, se irá en filas de “a 
					uno”. Con orden y formales. 
					 
					En clase permanecer callados, sentados y atentos a las 
					explicaciones del maestro. 
					 
					En los cambios de clase, permanecer sentados y callados, 
					hasta que llegue el otro maestro. 
					 
					Al terminar la última clase, será considerada falta, 
					abandonar el aula dejando su mesa desordenada y sucia. 
					 
					Creó, como una novedosa aportación, la llamada “Comisión de 
					Organización del Aula”. De inmediato se reunieron y 
					redactaron una serie de observaciones de lo que consideraron 
					como comportamientos inadecuados, al finalizar la jornada 
					escolar: 
					 
					Se siguen dejando los pupitres todo el material escolar. Es 
					obligatorio que se lo lleven a su casa. (Los propietarios 
					del mismo, al día siguiente no lo recuperarán). Que se 
					abandonan, después de su uso debajo de los pupitres 
					“Kleenex” que se encontrarían mejor, por sus estados 
					cochambrosos en las papeleras. 
					 
					Abandonos, en cualquier lugar del aula, de chicles ya 
					consumidos. 
					 
					En general, se observa que nuestro lugar de trabajo es más 
					bien un basurero o un estercolero, que un aula, siendo así, 
					nuestra estancia en él no es todo lo grata que deseamos. 
					 
					Por todo lo anteriormente expuesto, bajo ningún concepto, se 
					permitirá el cambio de sitio, siendo responsable de las 
					suciedades encontradas, aquel al que se le haya asignado un 
					lugar fijo. De continuar esta situación se tomarán serias 
					medidas. 
					 
					El grupo comenzó a funcionar con los problemas habituales. 
					Pensar que, pese a las normas de convivencia aconsejadas por 
					Oscar y su equipo de colaboradores, todo iría sobre ruedas, 
					como cualquier lector puede imaginar, era una utopía. Y no 
					tardaron en aparecer los conflictos. Bien cierto es, que no 
					eran, en principio, situaciones graves, pero, pese a la 
					aplicación de las sanciones previstas, el grupo no era una 
					balsa de aceite. 
					 
					No era frecuente que liderara un grupo “saboteador” del 
					desarrollo normal de las clases, una alumna. Todos los 
					conflictos tenían su origen en una “banda”. Se había 
					utilizado todo tipo de estrategias para evitarlos y, en el 
					peor de los casos, sancionarlos. 
					 
					Bien cierto es que Oscar y sus colaboradores llegaron un 
					momento que tiraron la toalla, ante el sinnúmero de 
					conflictos, donde la mayoría de ellos tenía el mismo origen. 
					Llegaron a aburrirse, por lo que el deterioro del grupo se 
					veía venir, ya que, la “líder” del grupo se había hecho 
					dueña y señora de la situación. 
					 
					Procedía de inmediato, ponernos en contacto con la familia, 
					ya que, posiblemente, las causas que determinaban su 
					comportamiento, se encontraban en una especie de desajuste 
					familiar. No servían de nada las entrevistas que 
					realizábamos para, mediante diálogo, intentar modificar su 
					conducta. 
					 
					Como no se veía solución al problema, pese a la utilización 
					de sanciones, como la interrupción, por cortos períodos de 
					su escolarización, cuando al cumplir las mismas, volvía 
					peor. Y, además, amenazaba a sus compañeros con su “banda”, 
					pues en su barrio reunía a un grupo de “amigos”, con los que 
					“atacaban” a sus compañeros. 
					 
					La “banda” causaba estragos. Elegida la víctima, en general, 
					compañero de la “jefa” de la banda, procedía a la agresión. 
					Claro, que todas estas agresiones se realizaban en su campo 
					de operaciones: la calle. 
					 
					Las víctimas, atemorizadas, callaban. Y como todo ocurría 
					fuera del aula, gozaban de cierta impunidad. Hasta que, 
					negando los hechos, ante el temor de la denuncia, las 
					víctimas callaban. 
					 
					Oscar y su equipo, acobardados, permanecían en silencio. Y, 
					ante una nueva denuncia, la banda negaba su participación, 
					hasta que planteado el problema en el aula, el silencio era 
					total y absoluto. Los alumnos se miraban entre sí. Había que 
					aclarar desde donde procedía la última agresión. Rompiendo 
					el silencio, la voz de Oscar, resonó en el ambiente: “Sr. 
					Maestro ¡ha sido la de siempre y su banda! Yo ya no he 
					podido callarme… ¡porque yo soy socialista! 
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