| 
                     La idea de que la fe ya no tiene 
					nada que decir a las generaciones jóvenes se ha desvanecido. 
					Sólo hay que ver o haber vivido la fuerza transmitida por 
					los jóvenes, en la Jornada Mundial de la Juventud Madrid 
					2011, inmensamente unidos a la fibra de la vida, o lo que es 
					lo mismo, a las mimbres de una fe que nos traspasa y nos 
					transporta. Sí nos importa vivir es porque creemos en algo y 
					en alguien. La persona que hoy más gentes aglutina y que más 
					seguidores tiene, Benedicto XVI, de manera clara y profunda, 
					lo ha vociferado a los cuatros vientos, como no podía ser de 
					otra manera, en el Aeródromo de Cuatro Vientos, contra 
					viento y marea, nunca mejor dicho: “tener fe es apoyarse en 
					la fe de tus hermanos y que tu fe sirva igualmente de apoyo 
					para la de otros”. Todos precisamos de todos, tanto para 
					darnos confianza como para injertarnos ilusión, por eso hay 
					que dejar el orgullo a un lado y buscar puntos de referencia 
					y referentes auténticos. No se trata de saber mucho, sino de 
					saber lo verdaderamente preciso para la búsqueda y el 
					encuentro con el ser humano, que, al fin y al cabo, es lo 
					genuinamente interesante. 
					 
					Por mucho ejercicio intelectual que cultivemos, si no 
					consideramos la humildad como abecedario de nuestras vidas, 
					todo se va a degradar como en parte viene sucediendo. Un 
					pensador de honda palabra y sabios decires, Unamuno, ya 
					manifestó en su tiempo el deseo de “vivir y morir en el 
					ejército de los humildes”. Cierto, el planeta tiene falta de 
					gente mansa que amanse, de ciudadanos conciliadores para lo 
					que no hace falta título académico alguno, de sociedades 
					luminosas e iluminadas por el entendimiento. Sucede que cada 
					día hay menos maestros y más sabedores de nada, que piensan 
					que lo saben todo. Esto dificulta enormemente avanzar en 
					humanidad, porque realmente nos hemos abandonado a los 
					deberes humanos. De poco sirve tomar un camino de 
					inteligencia, si el amor al semejante me inmoviliza y nada 
					me conmueve ni me dice. Benedicto XVI, que esperaba con 
					ilusión el encuentro con jóvenes profesores de las 
					universidades españoles, apostó porque esos muros del saber, 
					sean efectivamente la casa donde se busca la verdad y no 
					sólo la mera capacitación técnica. No se trata de instruir a 
					las personas como si fueran máquinas de producción, sino de 
					formar a las personas en una racionalidad comprensiva hacía 
					sí y hacia todos, hacia su misma naturaleza y hacia la 
					naturaleza que nos acompaña.  
					 
					Nos merecemos un cambio. La juventud del Papa, mundializada 
					y apiñada como pocos líderes pueden conseguirlo, acaba de 
					confirmar que no se puede vivir sin la fe. Esta es la gran 
					lección al mundo. Y todavía nos han dicho más, con el brillo 
					de su mirada y la sonrisa del corazón en los labios, que esa 
					fe verdadera se inicia donde termina el engreimiento de la 
					persona. No somos dioses, somos de Dios. Benedicto XVI se lo 
					dijo a la riada de jóvenes que le escuchaban, tanto desde el 
					corazón como desde los sentidos: “No somos fruto de la 
					casualidad o la irracionalidad, sino que en el origen de 
					nuestra existencia hay un proyecto de amor de Dios”. 
					Místicos como Santa Teresa descubrieron las mieles de la 
					cercanía con el Creador: “Quien a Dios tiene, nada le falta. 
					Sólo Dios basta”. También el pensador indio Gandhi apuntó 
					que “cuando todos te abandonen, Dios se queda contigo”. Es 
					la prueba del amor máximo, que en el fondo todos buscamos, 
					mal que nos pese y les pese a los generadores de una cultura 
					deshumanizadora y dominante que renuncia a explorarse y que 
					desprecia la sublime belleza que sólo puede verse desde la 
					visión cristalina del alma. 
					 
					Los jóvenes reunidos y unidos en la villa de Madrid con el 
					Papa, han demostrado que son fuertes y que siguen aspirando 
					a poner en activo los grandes ideales de vivir arraigados a 
					la fe. Es la pura verdad. Ninguna adversidad les paralizó el 
					entusiasmo, ni las provocaciones de unos pocos en 
					comparación a la multitud que eran, ni los efectos 
					meteorológicos de lluvia, viento, o las altas temperaturas 
					de un calor sofocante, su espíritu pacificador lo digería 
					todo. ¡Bravo por esta juventud de corazón grande! Su 
					testimonio alienta y alimenta una innovadora y renovadora 
					luz, que cobra una especial relevancia en el momento actual 
					en el que tanto se fomenta, sobre todo desde círculos que se 
					dicen culturales, y que son poderes interesados, el eclipse 
					de Dios.  
					 
					A Dios, que es nuestro Creador, evidentemente no se le puede 
					eclipsar, por más que se adoctrine a los jóvenes, con falsos 
					juicios de valor. Todo habla de Dios y eso despierta hasta 
					el corazón de las piedras. Todo se circunscribe e inscribe 
					alrededor de Dios. “Nadie niega a Dios, sino aquel a quien 
					le conviene que Dios no exista”, decía San Agustín. Sí, como 
					también expresó Benedicto XVI, “hay muchos que, creyéndose 
					dioses, piensan no tener necesidad de más raíces ni 
					cimientos que ellos mismos”. Lo que es verdad no lo deciden 
					unos pocos, es lo que es, y nadie puede borrar su reino. Es 
					importante no caer en el engaño de los que quieren decidir 
					por nosotros como si nuestras vidas les perteneciesen. 
					Quizás, por ello, el Papa llamó a los jóvenes en diversas 
					ocasiones a dejarse cautivar por la prudencia y a ser 
					sabios; no en vano, como dijeron el dramaturgo español 
					Calderón de la Barca, “el valor es hijo de la prudencia, no 
					de la temeridad”, o el filósofo griego Aristóteles “el 
					ignorante afirma, el sabio duda y reflexiona”. Estaremos, 
					pues, atentos a esta juventud del Papa, que no conoce 
					fronteras, sino fraternidades, sensibilizados con que el 
					árbol de la fe es el amor y que su fruto es el auxilio a los 
					que nada tienen y, por consiguiente, nada material pueden 
					darnos a cambio. Lo único que recibiremos seguro, será una 
					sonrisa de manos de un corazón maltrecho. Que por cierto, 
					nos sabrá a cielo sí en verdad hemos sabido donarnos. 
   |