| 
                     Confieso mi pasión por las gentes 
					que auxilian a vivir. Aquellos que ayudan a morir no los 
					entiendo por más que quiero interpretar sus opiniones. A mi 
					juicio, la vida es lo único importante que tenemos. En el 
					fondo, lo prioritario no es comprender la existencia, sino 
					vivir y dejar vivirla; tampoco entender modos y maneras de 
					vida, sino amar esas humanas vidas. Por desgracia, se ha 
					devaluado como nunca vivir, despreciado al ser humano sin 
					precedentes, abaratado su cuerpo como jamás, hasta el punto 
					que muchos jóvenes se juegan su propia vida en un rato de 
					fiesta. Algunos ya no regresarán más. Han caído en la trampa 
					de la mentira, del negocio, en las risotadas envenenadas de 
					los encantadores de serpientes. Esta es la verdadera crisis, 
					aquella que prescinde de la vida y de sus pobladores. 
					Tremendo. 
					 
					Los hechos son el espejo de una realidad que nos deja sin 
					palabras. Multitud de adolescentes, incapaces de discernir 
					lo que es una celebración divertida de lo que es una 
					competición por el delirio y la alucinación, recolectan para 
					sí el absurdo divertimento, pasando a engrosar los dígitos 
					de un calvario que han podido evitarse. En vista de estos 
					colosales tormentos, tal vez más de uno piense darles con la 
					misma medicina a los que propician u organizan estos eventos 
					con brebajes de muerte, porque su vida si es verdad que la 
					han dedicado a los demás, pero a destruirla, no a 
					levantarla, como debe ser propio de todo ser humano que se 
					precie de serlo. Pese a todo, no creo que el ojo por ojo, 
					diente por diente, anime a cambiar actitudes, aparte de que 
					sería inhumana esta manera de reparar un daño 
					incuantificable, pero sí podría ser una buena enseñanza, 
					para estos amortajadores de savia joven, que vieran y 
					vivieran de alguna forma los gigantescos azotes que dejan 
					sus enviciados y adulterados menjunjes. 
					 
					Los gobiernos, las familias, las escuelas, las 
					organizaciones religiosas, la sociedad en su conjunto, deben 
					valorar mucho más la vida de lo que lo hacemos. Al igual que 
					uno tiene que saber ganarse la vida y para ello se educa, 
					también tenemos que saber caminar seriamente por los días 
					que tengamos de vida, sobre todo desde nuestro interior, y 
					se debe enseñar a que así se haga. Una civilización que 
					pierde la razón de vivir, lo pierde todo. Vuelvo a repetir 
					que me subleva los que asisten pasivos o favorecen a exhalar 
					el último suspiro, en vez de arrimar el hombro hacia los que 
					piden asistencia para transitar por esta vida que, al fin y 
					al cabo, es la que tenemos.  
					 
					Dejando a un lado la moral de las religiones, por propio 
					sentido natural, la verdad que cuesta entender ese 
					mundializado afán social de obligar a morir lo que es vida. 
					Ni los jóvenes, por la locura consentida de los adultos, se 
					merecen agonizar tan jóvenes; ni tampoco comprendo esa única 
					salida de dar muerte a la persona que está en camino de 
					serlo, al enfermo o anciano. Ciertamente, ante este panorama 
					tan mortecino y cruel, sostengo que puede haber numerosos 
					pobres de vida, pero que hay cuantiosos pobres de 
					comportamiento que debiéramos reconducir, mejor hoy que 
					mañana.  
					 
					Sí, sí, mucho cuidado con estos matarifes, de tiro la piedra 
					y escondo la mano, porque solapadamente lo que intentan es 
					modificar nuestra actuación provocando desasosiego, división 
					social e incertidumbre. Que sepamos que sus batallas 
					consisten en añadir más dolor al dolor que la propia vida 
					conlleva, con la salvedad que la vida injerta alegrías 
					también; sin embargo, estos carniceros de corazón en boca, 
					convertidos en arregla vidas o en filósofos de necedad 
					sublime, sólo incrustan la expiración en vena.  
					 
					Vuelvo a subrayar que si lo importante es la vida, como así 
					es, deberíamos asegurarnos que los jóvenes saben divertirse 
					sin tener que meterse ninguna substancia entre pecho y 
					espalda o bañarse en alcohol. De igual modo, insisto, en que 
					hemos de informar y formar, con más conciencia crítica y 
					responsabilidad, a esa juventud que sólo piensa en triunfar 
					y en ganar poder a cualquier precio. Cuando la 
					irresponsabilidad se instala en nosotros es muy complicado, 
					por ejemplo, que los embarazos sean deseados y que el niño 
					sea un hijo deseado. Sin responsabilidad todo se viene 
					abajo, “quizá no merezcamos existir” –llegó a decir Saramago-; 
					pero si existimos como así es, qué menos que valorar la vida 
					responsablemente.  
					 
					Sería un buen avance, para servidor el mayor adelanto 
					humano, que viviéramos a base de convidarnos a beber de la 
					verdad y de darnos vida unos a otros. Las circunstancias en 
					las que las personas nacen, crecen, viven, trabajan y se 
					hacen mayores, evidentemente nos condicionan el vivir y 
					hasta el morir. Por consiguiente, considero elemental 
					corregir desigualdades, reprender actitudes contrarias a la 
					vida, amonestar a poderes permisivos con las maquinarias de 
					matar, increpar a las fuerzas que desalientan vivir a sus 
					moradores. Puedo celebrar que cada día sean más los países 
					que se sumen a la lista de las naciones que han borrado 
					definitivamente la pena de muerte de su propio ordenamiento 
					jurídico, porque realmente están con la vida y es una 
					alegría, pero también alabo con verdadero entusiasmo, que 
					cada día sean más los humanos que se abracen a la vida con 
					abrazos sinceros y con espíritu de saber mirar a través de 
					las gafas correctas. Sabed que nunca es tarde para cambiar, 
					la vida es lo vivido, pero también lo que nos queda por 
					vivir.  
					 
					En cualquier caso, lo que no me sirve es que te maten, o que 
					por omisión se deje matar, para después justificar de algún 
					modo lo injustificable, por mucho acto de contrición que se 
					haga o de perdón que se pida luego al cadáver. 
   |