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                     Benedicto XVI es un entusiasta de 
					la vía de la belleza, un apasionado caminante del camino de 
					la luz y del manantial del que florecen los más níveos 
					perfumes de la poesía. Ahora comprendo que sea uno de los 
					líderes del mundo con más carisma. Él vive de la belleza e 
					invita a vivir de la belleza. Persigue la belleza como quien 
					busca el más grande de los tesoros. ¿Quién se puede negar a 
					esta experiencia? ¿Quién puede mirar hacia otro lado? Su 
					talento aglutinador para sí lo quisieran otros líderes del 
					mundo. Su saber, cimentado siempre en la vía de la belleza, 
					a nadie deja indiferente. No importa la creencia o no 
					creencia. Hasta ahora yo no he visto a nadie que sea capaz 
					de reunir a tanta multitud de gente, de todas las 
					nacionalidades, credos y culturas. Lleva consigo la mejor 
					carta de recomendación, el cultivo de los abecedarios más 
					sublimes y nobles, a los que ningún corazón puede negarse, 
					máxime en un planeta crecido por la vulgaridad y el 
					debilitamiento del sentido moral.  
					 
					Precisamos como nunca la vía de la belleza para sentirnos 
					parte de esa belleza frente a un mundo bárbaro y hostil, a 
					más no poder. Se requiere, pues, con urgencia cultivar un 
					modo de embellecerse, mucho más auténtico y desprendido, un 
					modo de mirar la vida y de compartir el sentido profundo del 
					camino. Son muchos los ciudadanos que viven arrastrados, sin 
					poder elevar la mirada a lo que es verdaderamente 
					conmovedor, sin tiempo para nada, y con la prisa de llegar 
					al territorio de la necedad, que es la madre de todos los 
					males que nos rodean. El oro hace soberbios, y la soberbia, 
					necios; dice un refrán. Desde luego, el orgullo siempre 
					genera desesperación y descontento, todo lo contrario a lo 
					que demanda nuestra fibra humana, que son sentimientos 
					hondos y verdaderos, a los que únicamente se les puede 
					realzar con la poesía, jamás con el poder. 
					 
					Tomar la belleza como acceso al ser humano nos da una 
					sensación de alegría que nos trasciende. Quien lo probó lo 
					sabe. La humanidad debería recuperar para sí el esplendor de 
					lo auténtico, en el contexto de este nuevo mundo que se está 
					forjando, puesto que nada hay más original y enriquecedor 
					que lo genuino; legitimado por esa mística hermosura que no 
					descifran ni la psicología ni la oratoria, y que nos eleva a 
					ser sujetos pensantes. Pensar es moverse en la belleza. Por 
					eso, es el mayor placer de la vida. Quien lo probó también 
					lo sabe. Es bueno probar y discernir, experimentar el daño 
					que hace el menosprecio de la realidad, sobre todo en medio 
					de tal confusión de vientos.  
					 
					En la actualidad, reconozco que tomar la vía de la belleza 
					es difícil, antes debemos restaurar la verdad y después, 
					cada uno consigo mismo, restituir su conciencia crítica, 
					sabedores que es el mejor libro de ética que tenemos. En 
					cada amanecer vuelve a florecer la virtud que los antiguos 
					llamaron belleza, es cuestión de reconocerla y de amarla a 
					corazón abierto, de interrogarse cada día y de examinarse 
					cada noche. Son los deberes de la vida que no podemos dejar 
					de hacerlos si queremos tomar la vía de la perfección. 
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