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                     Cuando la década de los ochenta 
					estaba dando sus primeros pasos, vivía yo en un piso de la 
					barriada de Zurrón. En aquel tiempo, debido a mi trabajo 
					nocturno, mi llegada a la vivienda se producía a altas horas 
					de la noche. Horas en las que apenas se veía transitar a 
					nadie por las calles de un sitio donde aún no se habían 
					construidos otros edificios. Así, la única compañía, por 
					lugares cercanos a la ya desaparecida plaza de toros, era la 
					de chavales metidos en las drogas, ladronzuelos de poca 
					monta, y muchos perros asilvestrados que ocupaban el 
					territorio buscando comida en los basureros.  
					 
					De vez en cuando, las necesidades y los miedos de aquellos 
					animales, les hacían ladrar lamentos que además de causar 
					cierto miedo a los escasos viandantes les encogían el 
					corazón a los que tenían más que demostrado su amor por los 
					canes. 
					 
					En ocasiones, cuando a mi me daba por referir el problema de 
					aquellos perros, hambrientos, enfermos y repletos de 
					infecciones, lo primero que me decían algunas autoridades, 
					sin cortarse lo más mínimo, es que aquellos perros procedían 
					de Marruecos y que lo que había que hacer es matarlos sin 
					contemplaciones. Cuando la triste realidad era otra: no 
					todos los animales llegaban atravesando los montes 
					fronterizos, sino que muchos eran perros abandonados por 
					familias que en su momento los emplearon como regalo de 
					Reyes, cumpleaños u onomásticas para satisfacer los 
					caprichos de sus criaturas. 
					 
					Me imagino que en el Monte Hacho habrá perros asilvestrados 
					que no ha mucho compartían domicilio con unos dueños que un 
					mal día, vaya usted a saber los motivos, decidieron 
					abandonarlos. Sin caer en la cuenta de que estaban 
					cometiendo una tremenda injusticia. Ya que un perro 
					domesticado, cuando se ve obligado a echarse al monte, es 
					presa de la mayor soledad. Nada que ver con el nacido en un 
					ambiente salvaje.  
					 
					Conviene aclarar cuanto antes, y es algo que se saben de 
					memoria los dueños de perros, que la soledad de éstos no se 
					las quita nada más que su amo, y no un igual, así sea una 
					jauría la que tenga alrededor. Todo perro da la compañía que 
					él necesita. Verdad que los propietarios de ellos conocemos 
					sobradamente. 
					 
					Tengo leído –y también convencido- que el perro es especie 
					comensal del hombre (como el gato es huésped distante) y, 
					como tal especie, hubiera desaparecido hace ya tiempo de 
					haberle fallado ese instinto de la amistad; si el perro no 
					llega a saber elegir su arrimo con sabiduría. A estas 
					alturas, probablemente se hubiera convertido ya en un vago 
					recuerdo histórico. 
					 
					Ahora, es decir, cuando escribo, mi perro, compañía 
					permanente mientras permanezco sentado ante el ordenador o 
					decido pasarme las horas muertas leyendo, menea su cola en 
					señal de paz y acude presuroso a lamer mi mano como 
					acatamiento. Yo lo achaco más bien a que ha notado mi 
					disconformidad con Abdelhakim Abdeselam, consejero de 
					Sanidad y Consumo, por haber pensado que la mejor manera de 
					acabar con los perros asilvestrados del monte consiste en 
					recurrir a los cazadores para que éstos afinen la puntería. 
					Cruel acción, si es que se lleva a cabo la matanza, que nos 
					haría regresar al trogloditismo. Espero y deseo, por la ley 
					que le tengo al consejero, que se abstenga de tomar una 
					decisión tan horrible. La cual mancillaría su nombre para 
					siempre. 
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