| 
                     
					 
					Hoy no tengo miajita de ganas de escribir. Puede que sea la 
					calorina de este dichoso levante que no se arruga. Tal vez 
					sea el corazón que palpita casi siempre enemistado conmigo. 
					Hoy estoy como “distraío”, como ausente, como si la chola 
					que tengo por mala cabeza estuviera grogui, acaso igual de 
					vulnerable que el mastododonte de uno cualquiera de los 
					“Chinook” yanquis, al que por más estruendo que meta 
					sobrevolando la traidora cordillera afgana, resulta tan 
					fácil de abatir como al escribidor de marras. Servidor. 
					 
					Y lo jodío del caso es que no encuentro la causística, el 
					motivo, el por qué; ahora que estoy tranquilo y relajado. 
					¿Ven lo que les dije de mi mala cabeza? Y mira que me 
					desayuné pronto con un apetitoso zumo de naranja repletito 
					de pulpa, como a mí me gusta, y un café con leche acompañado 
					de tostaditas ricas y crujientes bien empapadas de aceite de 
					oliva picual y mantequilla de Soria, como no podía ser 
					menos, ostia. 
					 
					Pues nada, ya digo, aquí estoy a la vera del mar oteando la 
					mole de Gibraltar, peñón que aunque me trae agridulces 
					aventuras añejas, opto por guardar ahora en el libro de los 
					recuerdos. Ahora lo que importa es lo que me trae la brisa 
					entre húmedas salpicaduras, que mojan más al espectador 
					silente. La brisa me trae lo de siempre - que al final voy a 
					tener que cambiar de mirador, aviso -, y con efecto 
					retardado pero machacón como el martillo pilón del herrero. 
					Me trae la terrible frase de quien un día soltó para 
					desdicha, propia o contraria: “Si no te casas conmigo, estoy 
					perdiendo el tiempo”. 
					 
					Nada, la negación en estado puro. Y duro. Que por no ver ni 
					veo al pescador que entre las rocas resbaladizas se emplea a 
					fondo tratando de sacar del agua con la ayuda de una caña 
					larga y robusta, un pez que se esfuerza por burlar su 
					victoria. Voíla. Allá que te vuela el condenado – el pez no 
					el pescador -, que a poco se despanzurra contra los cortes 
					de la roca. El pez es una lisa de cerca de un kilo de peso – 
					pena no tener a mano una báscula de las de toda la vida, 
					marca “Roma” creo recordar, que era aliada del papel de 
					estraza para sirlarte las pesetillas que costaban en aquél 
					entonces horrores de ganar -, y a juzgar por la presencia 
					con un brillo palpable de estar bien alimentada. Lástima, 
					porque aún bañada por ramalazos de blanca espuma en intento 
					de salvar la especie, termina escapándosele por sus 
					branquias la última bocanada de vida. 
					 
					Levanto el pulgar de mi mano derecha –cuál si nó- hacia el 
					pescador ceutí, de nombre Hassan, quien esboza una amplia 
					sonrisa de satisfacción sabiéndose visto como campeón de la 
					cosa, o seáse pescador de cebo, por verdugo una gran miga de 
					pan.  
					 
					Dejo pues al hombre que siga entretenido en su mundillo, que 
					a lo mejor a mi vuelta ha llenado de peces el maletero de su 
					todoterreno. De regreso al centro al pasar cerca de la playa 
					de Benitez, marchita de bañistas, tiendas volanderas, coches 
					y por supuesto aparcacoches, me cruzo con Javier, el pastor 
					líder de la Iglesia Evangélica local, que es buen siervo del 
					Señor y mejor persona, al que saludo desde la salvable 
					distancia entre coche y peatón, pues éste es mal momento 
					para confesarse, que hay más días que longanizas, digo. 
					Además, creo recordar que le debo una visita tiempo ha, pero 
					él sabe que estoy volcado con mi trabajo hasta el día de mi 
					marcha, que será cuando Dios quiera. Eso sí apreciado 
					Javier, siempre te agradeceré el mucho respeto y aprecio que 
					tanto tú como los fieles de tu congregación religiosa me 
					habéis dispensado, por más que uno no pudiera en cierto 
					otoño pasar de “segundo violín”. Gracias.  
					 
					Verlo a Javier me dio muchísima alegría pero también me 
					trajo, aun sin él pretenderlo, seguro, el fantasma del 
					desamor; que duele, tanto o más que siente la razón, por 
					mucho que gane al corazón.  
					 
					Ya termino, que no tengo palabras que sacar de la chistera, 
					sólo tribulaciones. Si acaso hoy, para alegrarme la sesera, 
					deseo hacer un pequeño homenaje para otro ceutí de bien, 
					persona que ha visto mis pesares, va para tres años, y donde 
					el saludo, el apretón de manos sincero, la charleta breve 
					pero fructífera, o lo que el silencio dice por lo que no 
					aprueba pero por educación respeta, acontece también en la 
					persona de mi entrañable quiosquero, don José. 
					 
					Igualmente, porque su honradez se convierte en 
					autosacrificio ¿O no lo és estar mañana y tarde los 365 días 
					del año, así caigan chuzos de punta, así queme el asfalto 
					que se derrite torrado al sol, así rayos, truenos y 
					centellas lo quieran sacar a la fuerza de entre las cuatro 
					paredes del puesto de prensa, chucherias, bebidas y simpatía 
					a raudales, solo ésta gratis?  
					 
					Le queda eso sí, don José, la recompensa del aprecio de los 
					paisanos, entre los que me incluyo, voluntariamente por 
					supuesto, porque he observado en mi deambular callejero por 
					O´Donnell, que rara vez no tenga usted allí, al cobijo de su 
					bonhomía, grupos varios de alegres, bulliciosos, ríentes 
					parroquianos como la más fiel de las compañías. Que es lo 
					que usted se merece, don José. Y yo le ruego, por favor, que 
					siga siendo ejemplo de superación. Y de admiración. 
					 
					Verdad que lo dije. Hoy no tengo mijita de ganas de 
					escribir. 
   |