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                     Todo por dinero. Lo hemos 
					convertido en el señorío de todos los dominios. Lo 
					importante ya no es el talento de la persona, sino los 
					caudales que se posean, con el consabido egoísmo que se 
					injerta como lenguaje. Por necio que parezca, lo que hoy más 
					se valora es la posición adinerada del individuo y el poder 
					que genera esa situación. Hay deseos que nos matan. El 
					dinero no tiene más que la estima que nosotros le queramos 
					dar. En el momento actual es una llave que abre todas las 
					cerraduras. Y bien que lo siento. A mi manera de ver, 
					debiéramos priorizar mucho más otros aprecios como puede ser 
					el entenderse. Al parecer, la convivencia sin exclusiones y 
					la dignidad de la vida humana no está prevista en el plan 
					globalizador. Nadie me negará que la mundialización si 
					conoce fronteras, por ejemplo las impuestas por las grandes 
					riquezas, que no tienen otra alma que la obsesión por 
					acrecentar su patrimonio y por desmembrarse de las bajuras.
					 
					 
					También sabemos que por dinero nadie conoce a nadie, lo que 
					hace difícil solidarizarse bajo este abecedario. Desde 
					luego, este modo de vivir se hace insostenible e 
					insoportable. Los efectos ahí están. El retroceso en 
					desatender los derechos humanos, tales como la educación y 
					el empleo, es una realidad pura y dura, cada día más 
					evidente. El tormento de injusticias es tan creciente que 
					nos desbordan las inseguridades y los miedos. De hecho, no 
					queremos digerir que estamos destinados a vivir unidos, 
					hasta el punto que los mismos predicadores de la economía, 
					siguen pensando que el futuro son ellos y nada más que su 
					soberbia. Se sienten los salvadores cuando el porvenir nos 
					lo merecemos todos, sin rechazos. Gravísima confusión la de 
					afanarse sólo por don dinero. El mañana no está en la 
					economía, sino en aprender a convivir, sobre todo viviendo 
					en la solidaridad.  
					 
					Por otra parte, veo que la forma de ejercer hoy la 
					solidaridad resulta más bien humillante, se ejerce desde el 
					podio del poder al reino de los que nadie quiere ver, ni 
					encontrarse en el camino, verticalmente, en plan jerárquico, 
					y siempre entregando migajas en lugar de respeto y 
					consideración. De lo contrario, no sería noticia que la 
					gravedad de la crisis europea preocupase a los países 
					emergentes. Debiera ser un acto humano de lo más normal. Sin 
					embargo, lo verdaderamente cruel es que continúen siendo los 
					pobres los que siguen sufriendo los más fuertes aprietos. 
					 
					A veces me da la sensación de que esta crisis económica es 
					un invento de los ricos para hacerse más ricos y empobrecer 
					aún más a los pobres, o sea para empequeñecerlos al máximo 
					y, así, poder dominarles a su antojo. Con mucho sudor y no 
					pocas lágrimas, algunos desheredados estaban saliendo del 
					hoyo. Y justo ahora se le cortan las alas. Yo creo que es 
					tiempo de mudar de aires, y de imprimir un nuevo paradigma 
					al planeta: lo que ha de hacerse, hágase por amor. Porque, 
					ciertamente, cuando hay dinero por medio es muy difícil ser 
					moralmente libre y éticamente humano. Subrayo, pues, la 
					necesidad de cambio: nada por dinero y todo por el ser 
					humano. La apuesta contracorriente bien vale un desvelo. 
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