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					Al principio de la llegada de los gitanos a la Península 
					Ibérica en el año 1425, la relación entre la población local 
					y los gitanos era buena, fueron bien acogidos, no fueron 
					rechazados y su forma de vivir en libertad, sus habilidades 
					artesanales y la empatía hacia los campesinos y aldeanos los 
					hace sentirse apreciado. 
					 
					Esta situación se mantiene hasta la llegada al trono a los 
					Reyes Católicos, se unifican los reinos de Castilla y Aragón 
					y la hegemonía del Cristianismo acaba con la convivencia de 
					las diferentes culturas y religiones (judíos, árabes y 
					cristianos), ya no hay lugar para la tolerancia. Así en el 
					nombre de la fe los RR.CC. y la Iglesia a través de su 
					“policía política”, la Inquisición, levantan los pilares 
					ideológicos que hasta hace muy poco se han utilizado, “un 
					único y absoluto poder político, una única religión, una 
					única lengua, una única cultura y por lo tanto una única 
					manera de ser y sentir”. 
					 
					Así los gitanos aparecen entonces como gente peligrosa y 
					difícil de controlar, su forma libre de vivir y su apego a 
					sus propias costumbres y tradiciones no encajan en la 
					sociedad férrea y homogénea que pretenden los RR.CC. Ahora 
					son un mal ejemplo para los campesinos y aldeanos reducidos 
					todos a la categoría de vasallos. 
					 
					A partir de ahí, comienza la represión política contra 
					nuestro pueblo que ha durado hasta hoy. 
					 
					La primera pragmática por los RR.CC. fue en Medina del Campo 
					en el año 1499 y dice: “Mandamos a los egipcianos que andan 
					vagando por nuestros reinos y señoríos con sus mujeres e 
					hijos, que del día que esta ley fuera notificada y pregonada 
					en nuestra corte, y en las villas, lugares y ciudades que 
					son cabeza de partido hasta sesenta días siguientes, cada 
					uno de ellos viva por oficios conocidos, que mejor supieran 
					aprovecharse, estando atada en lugares donde acordasen 
					asentar o tomar vivienda de señores a quien sirvan, y los 
					den lo hubiese menester y no anden más juntos vagando por 
					nuestros reinos como lo facen, o dentro de otros sesenta 
					días primeros siguientes, salgan de nuestros reinos y no 
					vuelvan a ellos en manera alguna, so pena de que si en ellos 
					fueren hallados o tomados sin oficios o sin señores juntos, 
					pasados los dichos días, que den a cada uno cien azotes por 
					la primera vez, y los destierren perpetuamente destos 
					reinos; y por la segunda vez, que les corten las orejas, y 
					estén sesenta días en las cadenas, y los tornen a desterrar, 
					como dicho es, y por la tercera vez, que sean cautivos de 
					los que los tomasen por toda la vida”.  
					 
					(Isabel y Fernando, Medina del Campo, 1499, recogido en la 
					Novísima Recopilación, Libro XII, título XVI).  
					 
					Dice el historiador George Borrow que “quizás no haya un 
					país en el que se hayan hecho más leyes con miras de 
					suprimir y extinguir el nombre, la raza y el modo de vivir 
					de los gitanos como en España”.  
					 
					Esa pragmática y todas las que le siguieron hasta nuestros 
					días han sido la cobertura legal de una represión sin límite 
					que los gitanos hemos sufrido durante más de cinco siglos.
					 
					 
					Hasta tal punto esto es así que, incluso, las técnicas de 
					esterilización que durante la Segunda Guerra Mundial los 
					nazis practicaron con los gitanos del Este y del Centro de 
					Europa ya las presagiaron las Cortes de Castilla en 1594, 
					con una disposición legal tendiente a separar a los “gitanos 
					de las gitanas, a fin de obtener la extinción de la raza”.
					 
					 
					No habrá en la historia de la humanidad un caso tal de 
					persecución contra un pueblo que haya durado tanto y que 
					haya quedado tan impune. Hemos sido, y somos aún, una 
					especie para la que no hay veda. 
					 
					* Presidente Comunidad Romaní de Ceuta 
					 
					Texto extraído de la Unión Romaní 
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