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                     El deterioro de los Derechos 
					humanos es una realidad. Observadores internacionales 
					muestran, con frecuencia, su consternación al mundo ante el 
					aluvión de hechos horrendos donde nadie respeta a nadie. Se 
					cometen crímenes contra la humanidad y nos estamos 
					acostumbrando a ello. Es lo peor que le puede pasar a una 
					civilización, caer en la resignación del suicidio cotidiano, 
					y no hacer nada por quitar este mal del camino. En multitud 
					de países miles de personas son arrestadas injustamente, 
					desaparecidas y torturadas junto a sus familias, que sufren 
					el mismo calvario. La humanidad, toda la humanidad, debiera 
					hacer piña ante estas gravísimas situaciones y reafirmar el 
					valor de la persona humana, totalmente devaluada y 
					despreciada cuando deja de tener interés para la clase 
					pudiente. No se puede hablar de que una humanidad progresa, 
					mientras cohabite la desesperación en los débiles y el 
					divertimento en los poderosos a costa de las personas más 
					frágiles. Hemos alcanzado las más altas cotas de odio y 
					venganzas, de miseria y de injusticias, a pesar de 
					llenársenos la boca de ser protectores y defensores de los 
					derechos humanos. ¿Qué está fallando, pues? Estoy 
					absolutamente convencido de que ninguna economía del mundo 
					puede ayudar a que avance el ser humano. El mundo precisa 
					paz permanente y esto sólo se consigue partiendo de que 
					todos somos necesarios para injertar el bien, que de momento 
					suelen merendárselo cuatro poderosos para sí y los suyos.
					 
					 
					Sin derechos humanos todo está perdido. Por cierto, esa 
					fuerza global emergente de indignados, que parece ser que es 
					a lo que aspira el movimiento, si quiere expandirse y 
					protagonizar el gran cambio en el mundo, lo mejor que haría 
					sería desempolvarse de políticas o de poderes, y tomar como 
					rumbo el compromiso con los más débiles, con ellos mismos, 
					ya que por principio el ser humano es un ser débil, con el 
					añadido cada día más creciente de que multitud de personas 
					son a diario víctima de gobiernos inmorales que pretenden 
					dirigir a su antojo la sociedad. El punto de encuentro ha de 
					ser siempre la persona y sus circunstancias. Por eso, estimo 
					el deber de renunciar a las ideologías, a las consignas de 
					los poderes económicos y sociales, y salvaguardar la 
					dignidad humana en todo momento y en todo lugar. Urge, como 
					jamás, poner en cultivo la justicia social desde uno mismo. 
					Está visto que por mucho que los derechos humanos hayan 
					tomado fuerza jurídica, en cuanto que se incluyen en las 
					constituciones y, por ende, en el ordenamiento jurídico de 
					los Estados, de nada ha servido. Por consiguiente, la 
					indignación de estos indignados será más creíble, y por 
					tanto, en la medida que sea creíble será también motor de 
					cambio, si en verdad su compromiso de lucha es voluntario e 
					incondicional hacia los más vulnerables y marginados. 
					 
					Hay cuantioso trabajo que hacer. El menosprecio a los 
					derechos humanos siempre genera episodios de crueldad. El 
					malestar es global, en parte porque las prácticas 
					democráticas en el mundo no son tales, y también, porque la 
					libertad y la dignidad, a lo sumo se presuponen, pero no se 
					respetan realmente. Y así, tampoco se puede alcanzar la paz 
					que todos pedimos, más de boquilla que de corazón. Mucho se 
					habla de cultura global en referencia a los derechos 
					humanos, sin embargo, a juzgar por las tremendas injusticias 
					que soportan personas inocentes, más bien parece todo un 
					puro teatro, para muchos seres humanos auténtico drama 
					inhumano cien por cien. Habría, pues, que junto a la 
					aceptación de ese cultivo pacifista que son los derechos 
					humanos, más allá de la letra, debiera llevarse a cabo la 
					puesta en práctica concreta de su espíritu. Todo sucede en 
					el espíritu, en uno corrompido no cabe la solidaridad. 
					Precisamente, cada contienda es un menoscabo al espíritu 
					humano. La paz sólo podrá tener lugar a través del 
					desarrollo del respeto a los derechos humanos y, por 
					supuesto, dentro de un espíritu de verdad. 
					 
					Los derechos humanos son, desde luego, ese espíritu 
					auténtico que el mundo precisa cultivar. Y ahora me surge la 
					pregunta: ¿Qué es un espíritu cultivado? Sin duda, aquel que 
					sabe mirar y ver las cosas desde diversos lenguajes. Esto no 
					se enseña hoy en las escuelas, ni en los centros de 
					creación, desarrollo, transmisión y crítica de la ciencia, 
					de la técnica y de la cultura. Tampoco la dimensión 
					educativa llega a los más pobres. Y a los que llega, lo hace 
					de manera interesada, obviando la dimensión espiritual y 
					transcendente de la persona, sobre todo en el momento actual 
					en que todo gira alrededor de una dimensión, la económica, 
					sin la cual no parece haber otro desarrollo. Maldita 
					necedad. El ejemplo más reciente lo tenemos en la asignatura 
					Educación para la Ciudadanía, que tantos conflictos ha 
					provocado en la sociedad española y que aún hoy muchos 
					padres siguen objetando y luchando contra esta forma de 
					adoctrinamiento escolar. Ahora resulta que el Comité de 
					Derechos Sociales del Consejo de Europa les ha dado la 
					razón, el estudio de esta disciplina demuestra que incumplen 
					varios tratados y acuerdos internacionales, como la Carta 
					Social Europea y los Principios Orientadores sobre la 
					enseñanza de las religiones, así como algunas comunicaciones 
					del Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas. De la 
					reflexión sobre la dimensión transcendente de la persona es 
					de donde deriva la obligación de proteger y promover los 
					derechos humanos, y no, del capricho de los políticos de 
					turno. Únicamente de este modo, desde el cultivo de la 
					verdad, o lo que es lo mismo, desde los innatos derechos 
					humanos, se puede edificar una sociedad más humana y 
					pacífica. De lo contrario, la paz no será posible. 
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