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                     La fe es una puerta a la luz, al 
					significado de lo que vemos y vivimos, a lo que somos 
					despojados de la vanidad, al horizonte de la vida y al 
					confín de los tiempos. Pobre de la civilización que pierde 
					la fe en sí mismo, en sus semejantes, en sus raíces y 
					tradiciones. Por consiguiente, creo que hemos de liberarnos 
					de la desfigurada idea de que la fe ya no tiene interés en 
					un mundo de dioses (y endiosamientos) como el actual. 
					 
					Sin fe no se puede vivir. Es parte del problema de la 
					civilización de hoy. Nada se moviliza, sino es a través del 
					empuje de la fe. Mal que nos pese, ella es la que nos mueve 
					y nos conmueve, la que nos hace más humanos y menos 
					insensibles a los lenguajes del mundo. El amor es fe y no 
					ciencia llegó a decir el visionario Quevedo. Ninguna persona 
					puede tener fe en los demás si antes no se ama asimismo. La 
					misma naturaleza humana, inmersa en un universo de músicas y 
					de expresiones, es algo muy difícil de comprender para el 
					ser humano desprendido de la fe.  
					 
					La puerta de la fe tiene que estar siempre abierta para 
					aquel que quiera pasar, mirar y ver; interrogarse, o 
					redescubrir vivencias de sus semejantes. Por tanto, estimo 
					muy saludable para el mundo, y sus moradores, que Benedicto 
					XVI acabe de instituir el año de la fe con un “Motu Propio”. 
					Comenzará el 11 de octubre de 2012, en el cincuenta 
					aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, y 
					terminará en la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, 
					el 24 de noviembre de 2013. Creer, desde luego, no es un 
					hecho privado, sino un compromiso a compartir y a ofrecer. 
					Ciertamente, son muchas las personas que se encuentran en 
					búsqueda y, a veces, no hallan, incluso dentro de esa misma 
					sociedad que dice cultivar la fe, la acogida necesaria para 
					facilitar ese encuentro consigo mismo, esa reflexión que 
					todo corazón humano precisa. 
					 
					Déjenme subrayar que la fe es algo que se vive y se 
					comparte. No es patrimonio de nadie y es patrimonio de 
					todos. Todos podemos ser guardianes del depósito de fe, pero 
					sin apropiarla egoístamente para sí. Enriquece, pues, la 
					convivencia social. La buena fe es el fundamento de toda 
					sociedad, dijo Platón. Ahora bien, pienso que el mismo 
					cristianismo debiera ejercitar mucho más la autocrítica, 
					sobre todo a la hora de cuidar su propia herencia cultural, 
					reaccionando, por ejemplo, ante el folclore que se injerta 
					en muchas peregrinaciones, de dudosa religiosidad, puesto 
					que nada tienen que ver con el recogimiento de la creencia.
					 
					 
					Todo lo que se hace con fe tiene sus frutos. Si no hay 
					frutos es que no se hizo con fe. Sin duda, cuanto mayor sea 
					el conocimiento de unos y otros, mayor ha de ser la 
					comprensión; y cuanto más penetremos en el ser humano, más 
					nos acercaremos a Dios, más clara será la visión de Dios en 
					el hombre, y, por ende, más respeto sentirá por el hombre. 
					La razón de la fe, pues, debe encontrar espacio y tiempo en 
					este mundo de prisas y de prosas, que no suele llegar al 
					verso, y así es difícil abrazar el cielo. 
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