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                     Está escrito, y además es bien 
					sabido, que los primeros pasos de la restauración 
					democrática se hicieron con tres guapos y seductores, y tres 
					inteligentes y poco afortunados en sus figuras físicas. Los 
					guapos y seductores fueron el rey Juan Carlos, 
					Adolfo Suárez y Felipe González. Los otros –los 
					menos atractivos- fueron Torcuato Fernández 
					Miranda, Manuel Fraga y Santiago Carrillo.
					 
					 
					Los resultados estuvieron bien a la vista. El gran 
					inspirador de la restauración fue el Rey, y todos le 
					ayudaron. Los dos políticos representativos del poder y de 
					la oposición fueron Suárez y González. Los otros, en cambio, 
					se mantuvieron en un segundo plano y en el caso de Fernández 
					Miranda, pese a que había puesto su inteligencia al servicio 
					del cambio, pasó al ostracismo interior al poco tiempo, y 
					murió de tristeza infinita en Londres. 
					 
					Aquellos años aprendimos, por si no lo sabíamos ya desde el 
					enfrentamiento Kennedy-Nixon, lo fundamental que era 
					el obligado arte de la seducción. Conocido más bien como “el 
					demagógico arte de la seducción pública”. La que 
					representaban Suárez y González de manera diferente. Del 
					primero decían que representaba la demagogia blanca, el 
					atractivo de un joven valeroso de derechas, un modelo de 
					clase media y grandes almacenes, sin exageración de figura, 
					y con un modo excepcional de sonrisa y de abrazos. En cuanto 
					al segundo, que representaba la demagogia roja de buen tono, 
					la seducción de un muchacho moderno de izquierdas, un poco 
					agitanado, moro y flamenco, y hasta con cierto aire de 
					guerrillero centroamericano.  
					 
					Después de ellos, de estos hombres que hasta fueron capaces 
					de enamorar a todas las abuelas del franquismo, llegó 
					José María Aznar: todavía sin haberse trabajado el body 
					en el gimnasio pero luciendo un bigote que nos recordaba a 
					políticos decimonónicos. Y Aznar, con su bigote grande, y el 
					valor sereno demostrado cuando la ETA lo quiso enviar al 
					cielo, con un procedimiento más o menos parecido al de 
					Carrero Blanco, hizo valer la demagogia seductora del 
					hombre recio. Del político capaz de hacer el don Tancredo en 
					situaciones extremas. 
					 
					José Luis Rodríguez Zapatero cautivó a los votantes 
					por su mirada verde, y su aparente fragilidad. La cual 
					convenció a la gente de que debería ser protegido de las 
					alimañas políticas que iban surgiendo al compás que el 
					régimen democrático dejaba ver sus imperfecciones y sus 
					miserias.  
					 
					La victoria de Zapatero sobre Mariano Rajoy, al margen de 
					hechos acaecidos en su momento y que pudieron influir en el 
					resultado de las urnas, se debió a que la mayoría volvió a 
					dejarse llevar por la demagogia de la seducción. Porque, 
					sinceridad obliga, Rajoy jamás podría competir con ZP a la 
					hora de sacar a bailar a la chica más guapa de la fiesta. 
					 
					Ahora, cuando todo está dispuesto para que Rajoy, al fin, 
					consiga instalarse en La Moncloa, conviene recordar que 
					tendremos un presidente distinto a todos los anteriores. 
					Pues su carencia de encantos exteriores le impide practicar 
					la demagogia de la seducción. Tampoco lo veo yo travestido 
					de Guerrero del Antifaz. Ni da imagen de desvalido. Pero es 
					prudente, genera confianza y se sabe de memoria los 
					entresijos del Estado. Así que es consciente de lo que se le 
					viene encima. Y, sobre todo, es inteligente. Cualidad 
					indispensable para no ser esclavo de sus asesores. 
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