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OPINIÓN - MARTES, 25 DE OCTUBRE DE 2011

 

OPINIÓN / EL OASIS

El arte de la seducción pública
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

Está escrito, y además es bien sabido, que los primeros pasos de la restauración democrática se hicieron con tres guapos y seductores, y tres inteligentes y poco afortunados en sus figuras físicas. Los guapos y seductores fueron el rey Juan Carlos, Adolfo Suárez y Felipe González. Los otros –los menos atractivos- fueron Torcuato Fernández Miranda, Manuel Fraga y Santiago Carrillo.

Los resultados estuvieron bien a la vista. El gran inspirador de la restauración fue el Rey, y todos le ayudaron. Los dos políticos representativos del poder y de la oposición fueron Suárez y González. Los otros, en cambio, se mantuvieron en un segundo plano y en el caso de Fernández Miranda, pese a que había puesto su inteligencia al servicio del cambio, pasó al ostracismo interior al poco tiempo, y murió de tristeza infinita en Londres.

Aquellos años aprendimos, por si no lo sabíamos ya desde el enfrentamiento Kennedy-Nixon, lo fundamental que era el obligado arte de la seducción. Conocido más bien como “el demagógico arte de la seducción pública”. La que representaban Suárez y González de manera diferente. Del primero decían que representaba la demagogia blanca, el atractivo de un joven valeroso de derechas, un modelo de clase media y grandes almacenes, sin exageración de figura, y con un modo excepcional de sonrisa y de abrazos. En cuanto al segundo, que representaba la demagogia roja de buen tono, la seducción de un muchacho moderno de izquierdas, un poco agitanado, moro y flamenco, y hasta con cierto aire de guerrillero centroamericano.

Después de ellos, de estos hombres que hasta fueron capaces de enamorar a todas las abuelas del franquismo, llegó José María Aznar: todavía sin haberse trabajado el body en el gimnasio pero luciendo un bigote que nos recordaba a políticos decimonónicos. Y Aznar, con su bigote grande, y el valor sereno demostrado cuando la ETA lo quiso enviar al cielo, con un procedimiento más o menos parecido al de Carrero Blanco, hizo valer la demagogia seductora del hombre recio. Del político capaz de hacer el don Tancredo en situaciones extremas.

José Luis Rodríguez Zapatero cautivó a los votantes por su mirada verde, y su aparente fragilidad. La cual convenció a la gente de que debería ser protegido de las alimañas políticas que iban surgiendo al compás que el régimen democrático dejaba ver sus imperfecciones y sus miserias.

La victoria de Zapatero sobre Mariano Rajoy, al margen de hechos acaecidos en su momento y que pudieron influir en el resultado de las urnas, se debió a que la mayoría volvió a dejarse llevar por la demagogia de la seducción. Porque, sinceridad obliga, Rajoy jamás podría competir con ZP a la hora de sacar a bailar a la chica más guapa de la fiesta.

Ahora, cuando todo está dispuesto para que Rajoy, al fin, consiga instalarse en La Moncloa, conviene recordar que tendremos un presidente distinto a todos los anteriores. Pues su carencia de encantos exteriores le impide practicar la demagogia de la seducción. Tampoco lo veo yo travestido de Guerrero del Antifaz. Ni da imagen de desvalido. Pero es prudente, genera confianza y se sabe de memoria los entresijos del Estado. Así que es consciente de lo que se le viene encima. Y, sobre todo, es inteligente. Cualidad indispensable para no ser esclavo de sus asesores.
 

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