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OPINIÓN - MARTES, 25 DE OCTUBRE DE 2011

 
OPINIÓN / PLUMA DE SECANO

Alas blancas al 58

Por Manuel Corral


Rola el viento de poniente con las primeras y copiosas lluvias del otoño. Bienvenidas sean. Vuela mi imaginación febril con el impacto del visionado en la madrugá del domingo, en que un motorista dejaba su vida en tierras malayas allá por donde el sol naciente, el que no volverá a ver más el infortunado de Simoncelli.

El motociclismo es lo que tiene, deporte y riesgo a partes iguales, vistosidad y velocidad juntas, valentía y coraje no exento de fragilidad pues nos olvidamos a veces que somos humanos. Seres de carne y hueso. Mortales por tanto.

El accidente deportivo que le costó la vida anteayer al gran piloto italiano Marco Simoncelli nos ha dejado a los aficionados de la moto patidifusos, callados, lacrimosos, hechos una piltrafa. Porque no se esperaba este negro acontecer por mucho que el valiente Marco, que lo era, nos deleitaba (en pasado, pena) con sus virages y cortes trazados como con tiralíneas rozando de improviso el carenado de sus cercanos competidores, diseñando cabriolas difíciles de emular por quienes no nacieron con el manillar en las manos, como él, ídolo de masas “espaguetti” en general, aunque fuera un excéntrico como pocos y hasta a veces un pelín payasete, dicho sea con cariño y respeto.

Pero daba juego al motociclismo -y a las ruedas de prensa posteriores, también-, que un día si otro también nos sacaba el corazón de la caja haciéndonos levantar como por un pellizco traidor las posaderas del sofá, derramando el café ardiendo, uy, elevando la tensión del momento por sus “fechorías”, que no eran otras que sus enconadas luchas sin cuartel, como guerrero con causa. Y bandera. Díganselo si no a Pedrosa, Stoner y compañía, que tiritaban solo de verlo a su rebufo, sintiendo clavados en sus nuca los ojillos malage del italiano con la melena dorada escapándosele al viento por entre las comisuras del casco protector, el mismo casco que en la cita fatídica poco o nada pudo hacer salvo rodar y rodar vacío de podio y aclamación de la grada “tifossi”. Mudada de espanto, como todos.

Del motociclismo uno recuerda con satisfacción aquellos momentos vividos al socaire de la tufarada de los tubos de escape de los motores de competición, motocicletas y turismos, ruidosas las unas, espectaculares y tuneados los otros, creando un ambiente sano y bullicioso del que hacía gala el Motoclub Alcarreño, capitaneado por su presidente Carrasbal, que pugnaba en la década de los 80 por traerse a casa lo mejor del “staff” de los pilotos, ya con un Angel Nieto crecido como nadie dando gas tras volar saliendo en cada curva y arrancando aplausos del gentío que en número indescriptible abarrotaba el circuíto urbano del llamado Polígono del Balconcillo, inmersas las ferias y fiestas septembrinas de la capital de la miel y el cordero, de la sobriedad del castellano recio y rural. Que bien digo, que nuestro campeonísimo del 12 + 1 victorias del mundial de la cosa quizá se consagrara como número uno tras saborear, además de las primeras victorias sobre la moto de 49 cc con el dorsal número 1, los dulcísimos bizcochos borrachos de la Alcarria, cuna de moteros entusiastas. Doy fe.

Que de ellos quedan la tira todavía hoy. Y ejército serían de no ser, lástima, porque pesaba mucho el circuíto madrileño de El Jarama, por más que el Ayuntamiento de Chiloeches, a vista de pájaro de la capital alcarreña, se esforzara cediendo terrenos en un valle de belleza paisajística sin igual y a escasos 30 minutos del gran Madrid de los Austrias.

A mi primo José María Monge, alias “Chiqui” no le ganaba nadie en pundonor y deportividad aun no siendo buen piloto por mucho que cabalgara a lomos de su réplica Derby número 17, ataviado con un mono de color marrón que daba grima aparte de no pegarle ni con mocos no le traía la suerte que él demandaba, y claro rodaba lentorro alejándose en cada recta sin fin de su paisano el “Inglés”, competidor valiente como pocos y rodando muy superior en el asfalto, que parecía hecho para él.

El recuerdo me traslada por el tiempo y el espacio poniéndome a pie de una carretera local, en un circuito rural improvisado de más de 60 curvas cerradas a diestra y siniestra. Con gravilla, arena y barrizal seco depositado por las ruedas de los tractores que faenaban por caminos de ramaje y arcilla, el asfalto se asemejaba a uno de esos coladores que te venden en la tienda de los chinos tornandose en desniveles tras los cambios de rasantes demoníacos. La subida desde Cañizar al alto de Torija era toda una epopeya en las carreras de velocidad de automóviles de la época, la misma en que uno tenía la edad de comerse el mundo, soñando con liderazgos utópicos en aventuras plenas de olor a aceite quemado y gasolina a partes iguales, que a su justo término eso sí, daban juego llegados los ágapes, trofeos y abrazos emocionados -conseguido el autógrafo del genio, y el grito: “Lo tengo ¡Hurra!-“, con las leyendas vivas del cuero sudado, ya bajo la bóveda de las Cuevas del Clavín, refugio enclavado en lo alto de la montaña, el mejor lugar sagrado que soñar quisieran los deportistas que tocan el cielo al rebufo de los ídolos.

Hubo buenas sensaciones en la subida de coches en Cañizar, si señor, en que vestido a la usanza como comisario de ruta parecía alejarse el frío de la cara cortada del chavea no así esa maldita escarcha que dura hasta la hora del ángelus; que allí no truenan los cañones del Hacho, que allí truena el sonido de los F-18 norteamericanos que dibujan su estela de guerra hacia Torrejón, berreando como venados en celo. Los cuernos ya se les suponen.

Por debajo del larguirucho joven al otro lado de la curva del diablo se encontraba Félix Del Castillo (hoy día es conductor prudente y competente funcionario del alcalde popular alcarreño, con futuro prometedor. Ambos) que mostraba su juego de banderolas al viento, el mismo que le gritaba al amigo cómo las debía airear si el coche en cuestión se gripaba o se salía buscando frenarse contra las aliagas de su entorno, y la respuesta que le llegaba a lomos del vendabal no era otra que la de “estira la amarilla si hay caída; levanta la roja si viene la patirroja”. Y claro, las risas enmudecían el viento que apagaba su voz como congraciándose con el chiste del cachondo chaval. Que valga la guasa, que el día amanecía congelando a los humanos a los soles de marzo que no mayea, sino ventea (no sé yo que es más endiablado: el azote del levante o el viento áspero del secano, que hiela hasta los tuétanos). Que mira que la organización se las traía: mandar a dos mocosos de apenas 16 añitos como jueces de la prueba en la mítica subida a Cañizar. Ay mundo loco. El de las motos también.

Alas blancas pues para Marco Simoncelli, el jóven de la montura 58 que acaba de inscribirse con letras de oro en la competición eterna. Para dicha de los ángeles del paraíso. Que lo disfruten.
 

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