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                     Seguimos inclinados en pos del 
					dinero o del poder. Les reverenciamos, aunque el poder sea 
					absolutamente corrupto y el dinero no tenga corazón. A ambos 
					los estimamos mucho más de lo que valen. Nos afana 
					recapitalizar las entidades crediticias en lugar de 
					rehumanizar el mundo, cuando lo significativo de los siete 
					mil millones de personas que habitamos en el planeta, radica 
					en la humanidad que nos injertemos unos a otros, no en el 
					poder de las personas, cuyo dominio suele ser más para sí, 
					que para el bien común, ni tampoco en el coleccionismo de la 
					gente por el señor dinero, por el que baila el perro hasta 
					sin ganas. 
					 
					Las ruedas del poder machacan siempre a los más débiles. La 
					progresiva desigualdad en este momento alcanza un punto 
					crítico. Hoy se usa el poder como un explosivo altanero, 
					buscando dominar y aferrarse a un poder sin límites. Los 
					gobiernos, incluidos los sistemas democráticos, debieran 
					prestar, sin duda, más atención a las demandas de 
					redistribución. Desde luego, no puede cultivarse la política 
					de cohesión social, ni tampoco tener la garantía de que los 
					derechos de todas las personas van a ser respetados en su 
					integridad, con las reparaciones efectivas necesarias, si 
					tales derechos humanos son violados. Por desgracia, la 
					justicia no llega a todos. Puede que todos seamos iguales 
					ante la ley, pero la ley no es igual para todos. La 
					independencia de los poderes, su control mutuo, entiendo que 
					es fundamental para acortar la grave exclusión social que 
					actualmente padece el mundo.  
					 
					Por consiguiente, el gran desafío pasa por corregir la 
					distribución, puesto que la concentración de riqueza suele 
					derivar en concentración de poder excesivo, que para nada 
					suele ocuparse de mejorar el bienestar de los ciudadanos en 
					su globalidad. En parte sucede esto, porque el mismo poder 
					parece estar interesado en convivir con una serie de 
					déficits básicos, como puede ser la debilidad de los 
					controles entre la ciudadanía y los poderes del Estado, o 
					las insuficientes transparencia y rendición de cuentas de 
					los poderes públicos o de ciudadanos con gran poder 
					adquisitivo. 
					 
					En cuanto a los coleccionistas del señor dinero, incapaces 
					de invertir o generar riqueza, cuando la economía mundial se 
					encuentra inmersa en una de las crisis mayores, lo que 
					subraya, asimismo, es una falta de solidaridad y bastante 
					complicidad vergonzosa entre poderes que lo hacen mal y los 
					poderosos que lo dejan hacer. Ciertamente, perder dinero a 
					nadie nos gusta, pero adquirirlo de manera fraudulenta es un 
					delito, y, si luego, el poder de turno lo malgasta, es lo 
					peor de todo. En las buenas formas está, pues, la virtud: en 
					un poder que detenga al poder (idea de Montesquieu) y en un 
					señor dinero que deje de abrir todas las puertas, porque 
					cuando hay dinero de por medio es muy difícil la libertad 
					(idea de Torrente Ballester). De lo contrario, la humanidad 
					seguirá estando en riesgo, en parte por la falta de 
					ética-moral que supone el derrumbe de los valores humanos. 
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