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                     En la Odisea de Homero, 
					Ulises convoca a los espíritus de los muertos y entre 
					ellos acude su antiguo compañero Aquiles. Aunque su 
					sombra sigue siendo majestuosa entre los difuntos como lo 
					fue entre los vivos, le confiesa a Ulises que preferiría ser 
					el último porquerizo en el mundo de los vivos que rey en las 
					orillas de la muerte.  
					 
					Nada deben envidiar los vivos a los muertos. A pesar de que 
					ya se nos haya dicho que no existe el infierno, dice el 
					filósofo. Por filósofo se tenía a Juan Belmonte 
					cuando se dejaba caer con alguna sentencia de las suyas. 
					Vaya la siguiente: paseaba el maestro por la famosa calle de 
					la Sierpe sevillana, después de haberse recuperado de un 
					achaque comprometido, cuando un admirador le preguntó: 
					“¿Cómo esta usted, don Juan?” Y don Juan, sin apenas 
					pestañear, contestó: “Mejor que muerto…”.  
					 
					La inevitabilidad de la muerte se suele aprender muy pronto. 
					Sobre todo cuando uno se queda sin padre o sin madre. A esa 
					edad donde los nuevos dientes están aún conociendo el 
					terreno donde se han instalado. Perderle el miedo a la 
					muerte es vital para poder vivir mejor. De lo contrario, a 
					ciertas edades, y al anochecer, los hay que encienden la luz 
					y la angustia los invade. ¿Qué es la angustia?: la muerte. 
					La tuya, la de los demás. 
					 
					Morirse no es cosa de viejos ni de enfermos. Verdad de 
					Perogrullo. Ya que desde el primer momento en que empezamos 
					a vivir, ya estamos listos para morirnos. Como dice la 
					sabiduría popular, nadie es tan joven que no pueda morir ni 
					tan viejo que no pueda vivir un día más. Por muy sanos que 
					nos encontremos, la acechanza de la muerte no nos abandona y 
					no es raro morir –por accidente o por crimen- en perfecto 
					estado de salud. Lo señaló muy bien Montaigne: “no 
					morimos porque estemos enfermos sino porque estamos vivos”.
					 
					 
					Hablar de la muerte en la Conmemoración de los Fieles 
					Difuntos, popularmente llamada Día de Muertos o Día de 
					Difuntos, es lo más indicado. Como indicado sería recordar 
					las antiguas costumbres de la muerte; la evolución del 
					concepto; la muerte y el poder… Hasta llegar a nuestros 
					días. Y así, hablando de ella, no sólo la tratamos como algo 
					natural, que no quiere decir pérdida del respeto alguna, 
					sino que también adquirimos unos conocimientos acerca de un 
					hecho irremediable al que hay que afrontar sin saber cómo se 
					hace.  
					 
					En el Día de los Muertos, y en una época en la que se está 
					harto de oír que los héroes cotizan a la baja, rara es la 
					ciudad que no cuenta en sus cementerios con personas que son 
					veneradas, al ser tenidas por extraordinarias o por santas, 
					debido al comportamiento que tuvieron ante situaciones donde 
					eran conscientes de que se jugaban la vida. Y, aun así, en 
					vez de coger las de Villadiego para no morir, prefirieron 
					luchar por la causa para la cual fueron elegidos 
					democráticamente.  
					 
					Es el caso, entre otros menos conocidos, de Antonio López 
					Sánchez-Prados. Aquel médico fusilado en su momento 
					porque se había distinguido demasiado defendiendo sus ideas 
					en una España convulsa, cainita y rebosante de odio por 
					ambas partes. 
					 
					Hoy, sin embargo, el nicho 45 del cementerio de Santa 
					Catalina estará, una vez más, cubierto de flores. Así como 
					su estatua, situada frente al edificio municipal, será 
					parada de muchas personas que, sin haberle conocido, 
					elevarán una oración por él.  
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