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                     El domingo pasado, como todos los 
					domingos, me hice con el mazo de periódicos y sus 
					suplementos correspondientes. No hace falta decirles el lote 
					de leer que me di. Si bien por la noche, antes de irme a la 
					piltra, no tuve más remedio que refrescar mis ojos con 
					manzanilla. Porque los tenía arrasados. De modo que muy 
					pronto tendré que pasarme por la consulta del doctor 
					Medín Catoira. 
					 
					He dicho que lo leí todo, incluso los anuncios, como suele 
					decirse en estos casos. Pero he de confesar que, debido a la 
					crisis económica que estamos padeciendo, le dediqué toda la 
					atención del mundo a los análisis y opiniones de los 
					economistas. Y a fe que terminé arrepentido de haberlo 
					hecho. Pues acabé con el corazón metido en un puño. 
					Acojonado como nunca antes yo lo había estado. Y no es para 
					menos, leyéndole a Santiago Niño-Becerra, catedrático 
					de Estructura Económica de la Universidad Ramón Llull, 
					que “no saldremos de la crisis hasta dentro de diez años”. Y 
					así se manifestaron, más o menos, todos los economistas 
					consultados. 
					 
					Dentro de diez años… uf!, largo me lo fiáis. Porque para 
					entonces, y debido a mi edad, seguramente yo no participaré 
					de semejante bonanza. Y, claro, me vine abajo. Tan abajo que 
					ni siquiera disfruté como debía, por ser madridista fetén, 
					del partido de mi equipo contra Osasuna. Aunque bien pronto 
					tuve la feliz idea de consultar el crédito que tienen los 
					economistas. Por más que algunos de los opinantes sean 
					premios Nobel de Economía.  
					 
					Veamos, pues, la reputación conseguida por quienes se 
					dedican -y se han dedicado- a pronosticar si viviremos como 
					pobres, durante años, o bien tendremos lo justo para evitar 
					la canina radical que conduce a lo que conduce. Y lo haré, 
					ateniéndome a frases y citas que se han ido ganando los 
					susodichos, emitiendo pareceres de una disciplina que los 
					pone al borde del ridículo.  
					 
					“¿No es extraño? Los mismos que se ríen de los adivinos se 
					toman en serio a los economistas”. “Con Maltus y 
					Ricardo la economía pasó a ser la ciencia del horror”. 
					“Tengo cien asesores económicos y sé que uno tiene razón, 
					pero no sé cuál es”. “Uno no puede irse a dormir con un 
					determinado sistema económico y levantarse a la mañana 
					siguiente con otro”. “La gente tiene problemas para 
					distinguir entre un economista competente y con personalidad 
					de alguien que sólo tiene el don de la locuacidad”. “Si los 
					economistas fueran buenos para los negocios, serían ellos 
					los hombres ricos, en vez de sus asesores”. “Un economista 
					es un experto que sabrá mañana por qué las cosas que predijo 
					ayer no han sucedido hoy”. Ley de Zauberman: Cuanto 
					peor la economía, mejor los economistas. 
					 
					Y así podría seguir argumentando por boca de ganso contra 
					unos señores que aprovechan momentos como los que estamos 
					viviendo para perorar desde su altura de licenciados sobre 
					una materia que les permite aventurar desgracias que suelen 
					desquiciar de los nervios a todas las criaturas que dependen 
					de un sueldo para evitar que la imposibilidad de comer acabe 
					quitándoles el apetito.  
					 
					Los economistas son –y perdónenme ustedes tamaño dislate- 
					algo así como todos esos a los que les dio por diagnosticar 
					que si la Asociación Deportiva Ceuta no ganaba era porque 
					sus jugadores residían en Sevilla. Y ahora, cuando las 
					victorias van llegando, hablan y no acaban del milagro que 
					se está produciendo. 
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