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                     El paro sigue aumentando mientras 
					los políticos no saben lo que hacer para solucionar un 
					problema que puede convertirse en un estallido de 
					necesitados que pongan bocabajo el sistema democrático. Y es 
					que todas las vías apuntadas para conseguir rentabilizar el 
					funcionamiento de la economía tienen un denominador común: 
					generan paro.  
					 
					El paro es lo que se produce cuando las grandes empresas, 
					las empresas transnacionales, no consiguen los beneficios 
					que tienen previstos. Si a las multinacionales les fuera 
					posible producir por medio de robots y microelectrónica, no 
					dudarían en eludir la mano de obra de los humanos.  
					 
					Y si no lo hacen, verdad de Perogrullo, es porque no 
					tendrían los suficientes consumidores para comprar todo lo 
					producido. Los políticos están sometidos a la voluntad de 
					los grandes capitales. Los políticos son todos, y en todos 
					los sitios, unas marionetas al servicio de la voluntad del 
					capital que actúa en la sombra. 
					 
					Al paro no se le ve solución. Al menos a corto plazo. Su 
					volumen puede verse estancado o disminuir en los países de 
					tecnología más avanzada. Nosotros, los españoles, sabemos 
					que no estamos cualificados para salir adelante en momentos 
					donde las exigencias de productividad son máximas.  
					 
					España fue siempre un país pobre. Y por ser pobre, los 
					españoles fuimos siempre insolidarios. Y esa insolarilidad 
					se está viviendo ya a pecho descubierto. El interrogante 
					pendiente es saber si los males que padece la economía 
					mundial son pasajeros, si van a superarse para dar paso a un 
					nuevo período de prosperidad o si, por el contrario, se 
					trata de males endémicos que está configurando una nueva 
					forma de vivir.  
					 
					Una forma de vivir donde se obliga a la clase media a darse 
					cuenta de que el ritmo de vida que llevaba resulta imposible 
					de mantener. Máxime cuando los chinos trabajan duramente, 
					cobrando tres perras, e inundando los mercados occidentales 
					de productos a precios de gangas. Cierto es que en China 
					existe una dictadura y, sin embargo, sus dirigentes no le 
					hacen ascos a una economía liberal.  
					 
					Tal es así que en los años ochenta los chinos debían dinero 
					a más de medio mundo, y ahora son ellos los que están 
					sirviendo de prestamistas. De prestamistas de mucho fuste. 
					Gracias a la productividad.  
					 
					La productividad de los chinos es la que los empresarios 
					españoles sueñan. Los empresarios españoles y los de todo el 
					mundo occidental. Es decir, que se está procurando por todos 
					los medios que los obreros rindan cada vez más con menos 
					salarios. Lo cual está reñido, indudablemente, con la 
					democracia capitalista. La idea de una economía 
					exclusivamente regulada por el mercado, al margen de todo 
					control político-social, es obviamente absurda; el 
					movimiento incontrolado de los capitales financieros es 
					peligroso; por más que resultaría improcedente volver hacia 
					formas caducas de economía dirigida ni hacia Estados 
					proteccionistas.  
					 
					Resumiendo: nos esperan años complicados. Tan complicados 
					como para que Mariano Rajoy, en cuanto llegue a La 
					Moncloa, se sienta perdido. Y comience a desbarrar. A hablar 
					solo por los pasillos de la mansión. Y a darse cuenta de que 
					su mujer cambia de carácter y le echa en cara sus ambiciones 
					políticas.  
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