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                     Tengo un amigo íntimo al que le suelo contar mi diario 
					deambular de cuando en cuando, y como hacía calendas que no 
					sabía de él, de su existencia terrenal mundana, acudí en 
					socorro de terceros y vaya hombre, cágonla, que me acaban de 
					soplar que anda el hombre pelín cabizbajo, bien entre 
					pesares laborales bien por problemillas familiares que 
					requieren pronto tajo. 
					 
					Para los primeros pesares vale un hombro amigo, que de los 
					segundos mejor es ni mentar, así que al verlo tras los 
					saludos de rigor le arrimé el susodicho miembro y la oreja 
					ávida de sónar. Ha pasado, me susurra bajito al oído –coño, 
					ni que tuvieramos al Mosad israelí bajo el bigote- cuatro 
					días con sus noches de silencio recluído en su casa sin 
					probar bocado casi debido a una fuerte infección en cierta 
					zona que no me autoriza a publicar. Bien, le digo, míralo 
					por el lado bueno que tienen las cosas, al menos algo gana 
					tu bolsillo. Aunque mucho pierde el bodeguero (Y las titis).
					 
					 
					O sea que al vendaval personal que soporta este buen hombre, 
					caramba que suerte la suya, se le suma el desquiciamiento 
					porque cree tener a un espía en su trabajo; pero de éste, a 
					diferencia de los que se apostan en las esquinas para ver, 
					escuchar y recopilar información en sus cerebritos que 
					parecen trabajar a buen ritmo bajo la gorrilla casquivana de 
					matón, me dice que aunque es malo de necedad, que lo blanco 
					lo hace negro, lo bueno malo, sólo destaca en tergiversar 
					todo a golpe de mentiras. Que su sola presencia ya jode, da 
					grima, repele. Porque el morugo no sabe fingir, se le ve el 
					plumero desde la costa a más de una milla de legua marina y 
					claro, con este elemento se relaja sólo en parte porque un 
					pajarito le ha “disho” que al pazguato elemento, sí, el 
					mismo que debió ser el último de su promoción, el primero 
					pues de la siguiente ¡Tío listo!, le tienen marcado como 
					marcan los ganaderos con sellos a las reses. Animalitos. 
					 
					O seáse, pésimo espía y encima ruín y despreciable. Lo 
					siento por mi amigo, que al olerlo le vienen taquicardias. 
					Vamos que aquí lo tengo confundido, azorado, apesadumbrado. 
					¡Joder tío, ni que fueras de número dos con Rubalcaba!. 
					 
					Menos mal que a Antonio, que así se llama mi amigo, se le 
					iluminan los ojos al leer a Javier Reverte, al elevar poemas 
					de Garcilaso, al recitar de corrido párrafos de Miguel 
					Hernández, y creo que hasta me lee a mí aunque sea con el 
					rabillo del ojo ¡toma castaña!. 
					 
					Tranquilo amigo, hermano, compañero, que alguien en las 
					alturas dispondrá el que cada cual, en su puesto de mando, 
					deberá escoger el talento, la honradez, el trabajo riguroso 
					frente a la adulación, el parecer y no ser. Quizá a otros 
					les falte cultura de trabajo y disciplina. Que las políticas 
					de mando, desde los tiempos de maricastaña, o la Pepa, han 
					consentido/consienten en rebajar el listón de la exigencia y 
					reforzar, aumentar cuando menos la red destinada a sostener 
					a los vagos, a los vividores, que los hay a mansalva. O sea, 
					en beneficiar a estos últimos en detrimento de los que 
					tienen la capacidad de aguante, superación y competencia 
					ejemplar. Que suele pasar en esta tierra envidiosa, que a 
					los que siempre avanzan con voluntad y motivación propias, 
					incrementando aun despacito la excelencia profesional…Ni 
					agua.  
					 
					Unas tapitas cerveceras en dos de los mejores locales del 
					centro, el Casino Militar y el cercano bar del Ángel (aún 
					llega Navidad y todavía se ausenta uno sin degustar una 
					sopita de grelos bien humeante, sabrosona y reparadora de 
					fríos y humedades, para vigorizar el cuerpo y hasta el alma, 
					vamos. De los de echar un brindis a la vida. Y olé.  
					 
					Como sigamos así terminamos hechos unos zorros, tú y tu pena 
					y yo y mi hígado, que mira como se mueven los adoquines de 
					la calzada romana bajo los pies del Puente de los 
					Mallorquines o popularmente conocido como Puente del Cristo, 
					meadero creciente. Que con estos tropezones a trastabillas 
					no llegamos ni a la esquina, que me salen por la boca los 
					corazones de pollo y la jartá de puntillitas. Ayyyy. 
					 
					Pasa el tiempo y la letanía de nuestros pesares ahogados en 
					alcohol se aliada con el ocaso...¡No, si aún voy a preferir 
					a un espía malo que a un embaucador excelente!. 
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