| 
                     
					 
					El pueblo ha votado el cambio y nuestra obligación es 
					realizarlo”. Así empezará Mariano Rajoy su discurso de 
					investidura. Después de una introducción al uso, dirá: “Nos 
					encontramos un panorama económico ciertamente difícil. Pero 
					también es cierto que afrontaremos los problemas con el 
					respaldo de la mayoría política de que disponemos”. Y 
					desgranará sus prioridades: “Primero, combatir el paro, para 
					lo que emplearemos todos nuestros instrumentos 
					disponibles... Segundo, luchar contra los desajustes y 
					disfunciones acumulados en el sector público, para reducir 
					el déficit”. 
					 
					Las elecciones del 20-N se asemejan algo a las de 1982. Con 
					el eslogan Por el cambio, Felipe González cosechó más de 10 
					millones de votos en unas elecciones también anticipadas que 
					llevaron a los socialistas al poder por primera vez tras la 
					Guerra Civil; era el cambio para realizar una transformación 
					social del país, para construir una España en libertad. Casi 
					30 años después, el cambio vuelve a ser el lema de éxito, 
					esta vez para otorgar a Mariano Rajoy y a su partido el 
					mayor número de votos y escaños de su historia. 
					 
					¿Hacia dónde cambian los que en su día cambiaron en busca de 
					un país en libertad? 
					 
					El de arriba no será el discurso de Rajoy, pero no solo 
					porque es el que pronunció González en su investidura, sino 
					además porque hay rasgos de aquel 1982 que la historia ha 
					superado. 
					 
					Las del 20-N son las elecciones en las que se ha producido 
					uno de los trasvases de voto más importantes de la 
					democracia, y su análisis arroja luces para entender el 
					cambio del cambio. 
					 
					El domingo el PSOE llevó al que ya era su débil suelo (el 
					número de votantes fieles, es decir, quienes le votan pase 
					lo que pase) más abajo incluso de los siete millones, 
					viajando así de su cota máxima a casi su mínima en poco más 
					de tres años. 
					 
					Pero lo interesante es que esta vez el votante socialista no 
					ha aplicado a su partido el castigo que tradicionalmente 
					aplicaba, el de la abstención, sino que ha decidido ser 
					todavía más explícito, inclinándose por un partido diferente 
					de aquel en el que un día pusiera sus aspiraciones. Solo 
					menos de la cuarta parte de los socialistas que se van han 
					querido sancionar a su partido en silencio, quedándose en 
					casa en espera de la recuperación. El resto ha buscado en 
					otra parte. 
					 
					Los resultados del domingo confirman así un rasgo del que el 
					votante español lleva años avisando: es un votante que 
					premia y castiga más que antes, que inercia su voto 
					ideológicamente menos y que, en consecuencia, está más 
					abierto a alternar así como a fijarse en los resultados de 
					gestión. 
					 
					Más de medio millón de votantes socialistas se han pasado al 
					Partido Popular. Esta cifra es menor de lo que apuntaban las 
					encuestas, pero su localización hace de ella algo 
					suficientemente relevante como para que tanto quien los 
					pierde como quien los recibe les preste atención especial. 
					El PP, que reduce algo -poco- su voto en Madrid y Valencia 
					(quizá porque sus fieles votantes se tranquilizaron ante tan 
					buenas encuestas, porque se desanimaron por la desagradable 
					lluvia o porque les atrajo más UPyD), localiza su principal 
					crecimiento en Andalucía y Cataluña. 
					 
					El análisis estadístico de encuestas publicadas sobre este 
					votante socialista2008/popular2011 arroja un perfil 
					sugerente: es alguien que pone mala nota al Gobierno por el 
					que optó en 2008, así como a su líder. Pero lo interesante 
					es que no solo le suspende por una mala gestión económica o 
					del empleo, como era de esperar; tampoco solo por una mala 
					gestión de la política exterior, del Estado de las 
					autonomías o de las infraestructuras.  
					 
					Este votante exsocialista, que tampoco pone buena nota a 
					Rajoy y que considera que el PSOE lo haría mejor que el PP 
					solo en política antiterrorista, suspende a su partido de 
					antaño incluso en educación, sanidad, seguridad ciudadana, 
					vivienda, inmigración, políticas sociales y políticas de 
					igualdad hombre/mujer. En este trasvase hay, por tanto, algo 
					más que una pura motivación económica; se aprecia un 
					descontento con el modelo de sociedad y de país, así como 
					con la falta de eficacia en los modos de proceder. 
					 
					Es posible que también en una valoración negativa de gestión 
					se encuentre la fuga del voto socialista a Izquierda Unida 
					(unos 700.000) y a CiU (aquí no está tan clara la cantidad, 
					pues el crecimiento de este también se debe a ERC). 
					Evidentemente, la dirección del cambio indica objetivos muy 
					distintos. Los primeros, que también puntúan muy 
					negativamente las políticas sociales del Gobierno por el que 
					optaron en 2008, son aquellos por cuya retención luchó 
					denodadamente Rubalcaba mostrando su adhesión al Estado de 
					bienestar. Los segundos parecen estar dispuestos a otra 
					cosa, a juzgar por su trasvase a un partido que ha cifrado 
					la eficacia de su primera etapa de Gobierno autónomo en 
					importantes ajustes sociales. 
					 
					La sangría del PSOE ha podido alimentar incluso a Amaiur, 
					cuyo crecimiento no parece proceder solo del voto de la 
					izquierda abertzale, que en otra época se quedó en casa 
					porque no tenía por quién votar. 
					 
					Interesante es el trasvase del voto socialista hacia UPyD y 
					otras fuerzas políticas que hacen de este Parlamento el más 
					fragmentado de la democracia. Manifiesta, grosso modo, que 
					al votante le ha movido aquello de “hacer política de otra 
					forma”. Si se atiende además al dato de que la suma del voto 
					en blanco y el voto nulo del pasado domingo es la más alta 
					de todas las elecciones generales, lo que se apunta es la 
					necesidad de una canalización del descontento y protesta que 
					hay respecto a la representatividad de los partidos. 
					 
					Con el 20-N España se ha vuelto a sumar al cambio. Pero es 
					un cambio que, a pesar de las coincidencias que se aprecian 
					en la cita del comienzo de este artículo, se mueve por 
					derroteros distintos a los de 1982. Entonces, González tuvo 
					que avisar de que “como las polémicas recientes y el 
					oscurantismo interesado de tiempos pasados pueden confundir 
					a muchos, debo reafirmar que este horizonte pertenece a la 
					vez al futuro y al pasado”. 
					 
					Hoy hay que concentrarse en el futuro. Ya no es un problema 
					de reconstruir la España en libertad. Ya no hay miedo a 
					pasarse al Partido Popular, al menos en algunos socialistas, 
					los suficientes como para determinar unos resultados 
					electorales; los suficientes, por tanto, para que el PSOE se 
					replantee su estrategia de la división. Esto se hace 
					necesario, pues no hay democracia que camine bien sin una 
					oposición estable. 
					 
					Dibujar las líneas del cambio es el reto del nuevo Gobierno, 
					que tiene ahora mucho por hacer: generar la confianza que se 
					necesita para lograr el esfuerzo que reclama la presente 
					situación. Hacer esto con un Parlamento fragmentado exige un 
					gran trabajo además de una enorme visión de Estado.  
					 
					Los resultados del 20-N demuestran que la democracia 
					española está fuerte y, con ello, que hay que conducir de 
					manera firme el cambio del cambio. 
					 
					*Catedrática de Comunicación Política. Universidad 
					Complutense de Madrid. Vicepresidenta de la Asociación 
					Europea de Comunicación Política (ECREA). 
   |