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                     A Micaela de Miraflores Serrano 
					la conozco yo desde que puse los pies en esta tierra. Lo 
					cual no quiere decir que tengamos una gran amistad. De 
					ningún modo. Pero tampoco ha habido motivo alguno para 
					disentir de manera que ese caernos bien que comenzó el día 
					en que nos presentaron, allá cuando los años ochenta estaban 
					alboreando, haya sufrido menoscabo alguno.  
					 
					Micaela, cuando nos vimos por primera vez, había acabado ya 
					magisterio. Tenía don de gentes. Hablaba bien y fluidamente. 
					Y, sobre todo, se revelaba cada vez que se topaba con un 
					falócrata. Vamos, que se ponía de los nervios y dejaba 
					entrever un asomo de ira que trataba de sofocar mordiéndose 
					los labios. 
					 
					Micaela alternaba con nosotros, es decir, con varios hombres 
					y algunas mujeres de éstos, debido a que su padre formaba 
					parte de una tertulia en la cual se podía hablar de todo. 
					Ella era soltera, y en ese estado sigue, y en cuanto un 
					varón se jactaba de la superioridad del “sexo fuerte”, que 
					ocurría pocas veces, salía en tromba a defender la causa 
					femenina.  
					 
					Un día, por aquellas calendas ya reseñadas, después de una 
					parrafada aberrante de un contertulio sobre la biología de 
					la inteligencia vinculada a la secreción de hormonas 
					masculinas, éste recibió una reprimenda enorme de Micaela. 
					Pero el hombre, terco como una mula, creyó que con su 
					respuesta calmaría los ímpetus de la mujer: “Mira, Micaela, 
					no todas las mujeres son capaces, como lo eres tú, de 
					discutir en público con los hombres”.  
					 
					Se hizo el silencio. El justo silencio para que mi amiga 
					tomara aire con el fin de serenar el alma y poder contestar 
					por medio de un latigazo sin pizca de ira. Micaela se 
					expresó así: 
					 
					-Efectivamente –X-, no todas las mujeres son iguales. Por lo 
					demás, y afortunadamente, lo mismo ocurre con los hombres. 
					¡Seguro que los que están aquí no se reconocen en usted…! 
					 
					El usted de Micaela, que no venía a cuento, porque ella y el 
					hombre reaccionario se tuteaban, fue un usted tan frío como 
					distante. Uno de esos usted que solían pegar los generales 
					que habían ganado la guerra con Franco. Ni que decir 
					tiene que el hombre quedó anonadado. Y también acharado ante 
					las risas que salieron a relucir. 
					 
					Micaela hace ya unos años que vive en la Península. Y me 
					suele llamar por teléfono de higos a brevas. Más bien cuando 
					le agrada algo de lo que yo escribo y no duda en 
					comunicármelo. De ahí que sus llamadas se produzcan de tarde 
					en tarde.  
					 
					El viernes pasado, recibí el premio de su elogio por un 
					escrito que a ella le había hecho tilín. Y dado que era el 
					día de la lucha contra el maltrato, la conversación acabó 
					adentrándose en ese asunto que parece no tener fin. Y a mí 
					se me ocurrió decirle que parece mentira que en el siglo XXI 
					sigan existiendo energúmenos que crean en la falocracia del 
					mismo modo que aún quedan nazis… 
					 
					Micaela, muy puesta en el tema, me dijo que al menos las 
					mujeres, ya no soportan a estos déspotas. Y cuando le pedí 
					que me dijera la diferencia que existe entre falócratas y 
					machistas, no dudó en citármela. “El falócrata desprecia a 
					las mujeres; el macho las ama. El falócrata exige, el macho 
					se aprovecha. El falócrata esclaviza, el macho seduce. El 
					resultado final es bastante semejante, pero el macho es 
					infinitamente mejor tolerado por la sociedad. Por la 
					sociedad de las mujeres sobre todo”. 
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