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					Obvio es decirlo pero las cosas no son verdaderas ni falsas; 
					simplemente son. Están ahí, frente a nosotros. Decía 
					Gertrude Jekill, a propósito de las flores, que “el primer 
					deber de una dalia en su vida es lucir su belleza y 
					fanfarronear”. Eso mismo. Las cosas son y, porque son, 
					comparecen con sus atributos, fanfarroneando. Y ahí está el 
					asunto: cómo dar con palabras de verdad que nombren las 
					cosas como son en un momento en que la verdad ha sido 
					desplazada por el consenso y a las bonitas palabras le 
					siguen bonitas mentiras, y víctimas y verdugos se nos 
					presentan indistintamente en este teatrillo en que hemos 
					convertido todo. El consenso, ya está dicho, lo primero; y 
					que nadie se haga mala sangre en estos días de gloria y 
					felicidad completa. Por eso todo es confusión y aturdimiento 
					y lo que antes se llamaba Leviatán y tenía todas las mañas 
					de un monstruo devorador, pues devoraba y devora, quizás 
					ahora sea sólo un manso cetáceo azul, tierna y hermosa 
					imagen del consenso. Y la realidad se pinta enmascarada con 
					ventanas falsas –los trompe l’œil que decía Pascal– o como 
					simulacro, o entreverada con algún fingimiento y disfraz, 
					ens fictum al cabo. Y el lenguaje es manoseado y corrompido 
					para engañar al ojo, y al discernimiento propiamente, pues 
					ha dejado ya de transparentar la realidad y de ser servido 
					en su verdad y su hermosura. 
					 
					Y otro tanto ocurre con lo que llaman democracia avanzada o, 
					por mejor decir, utopía. Muy hermosa palabra también, tan 
					hermosa y rutilante, y tan avanzada, que en su nombre se han 
					instalado los más grandes mataderos de nuestro tiempo y las 
					carnicerías más pavorosas. Porque –en lo que se me alcanza– 
					tanto la máquina de roturar seres humanos perfeccionada por 
					el nacionalsocialismo alemán como la diversificada y 
					criminal red de campos de educación socialista e ingeniería 
					social del padrecito Stalin fueron levantadas y debidamente 
					engrasadas en nombre de la santa utopía, portadora de 
					maravillosas pretensiones con que redimir a los seres 
					humanos de las servidumbres y demonios del pasado y edificar 
					un hombre nuevo. 
					 
					Aunque, bien mirado el asunto, uno se queda bastante pasmado 
					al comprobar cómo, tras tantas aniquilaciones y 
					demoliciones, y masticamientos sin cuento, los nuevos 
					inquilinos de la modernidad han venido a comportarse como 
					esas ocas salvajes de las que habla Sören Kierkegaard en su 
					relato, las cuales descendieron, “llenas de ternura”, al 
					corral de las ocas domésticas con el fin de enseñar a estas 
					a levantar el vuelo y proseguir “la gran migración”. Pero 
					las ocas salvajes se quedaron finalmente en el corral, tan a 
					gustito se quedaron, qué cosas, las mismas que habían venido 
					con sus trompetas a anunciar a sus hermanas amaestradas el 
					final de su resignado y manso pasar prometiendo cielos 
					nuevos y lunas nuevas, y vuelos maravillosos. 
					 
					El lenguaje es el mapa del mundo, lo es, y los límites de 
					aquel delimitan el territorio de este del mismo modo que, 
					como repetía Wittgenstein, una taza de té sólo puede 
					contener un volumen determinado y nunca un litro. Por eso es 
					cosa de mucho apremio volver a las palabras esenciales que 
					nos saquen de esta pesadilla de logomaquias y naderías y 
					nombren el mundo verdadero. Métanse eso en la cabeza. Y, con 
					ellas, redescubrir la radicalidad y el grosor del humano 
					vivir, que es de una alegría trastornadora. Y, al paso, 
					volveremos a educar de nuevo nuestro ojo pues, detrás de 
					esos juegos de salón y mentiras bonitas, es fácil notar que 
					en el trastero de la modernidad ya no caben los muertos. Y 
					entonces tendremos que doblar la rodilla y volver la mirada 
					a los desgraciados y menesterosos que pasan al lado, pero 
					mirarlos desde abajo –desde abajo–; tendremos que tornar al 
					territorio del silencio, con sus voces tan habladoras sin 
					embargo, cuidarnos del muladar político y cultural que todo 
					lo invade y desfigura, hacer protestación contra la muerte, 
					que no tiene la última palabra, y notar que al reconocernos 
					en el rostro de nuestro prójimo –“je est un autre”, dirá 
					Rimbaud– nos hacemos dignos de ser hombres, que es nuestra 
					gloria y la libertad más alta. 
					 
					Y sólo entonces daremos espesor a la vida y haremos buena 
					filosofía que, como se dice en el Fedón, no es otra cosa que 
					“prepararse a la muerte y al morir”, cosa que también creía 
					Eurípides y monsieur Montaigne. Y Elías Canetti que habla de 
					la muerte como un factum que todo lo vuelca y desordena, un 
					poder tan definitivo que, si lo aceptamos, perderemos 
					también la batalla de la vida al quedar al albur de la 
					brutalidad de la violencia y el poder. Pues aunque sabemos 
					que no podremos nunca escapar de la celada de la muerte, 
					nunca la reconoceremos su imperio ni su obra. Nunca. Y por 
					eso, ya está dicho, no le concederemos la última palabra, 
					que a eso los cristianos lo llamamos la resurrección de la 
					carne, es decir, la esperanza en la reconstrucción de 
					nuestro yo, una esperanza que toma su asiento en una palabra 
					poderosa –antigua y lejana, claro– pero llena de amor. 
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