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                     Cuatro de la tarde. La 
					conversación transcurre por derroteros de placidez. Sale a 
					relucir el asunto de Iñaki Urdangarín: motivo de un 
					gran escándalo que debe estar causando una tremenda zozobra 
					en la Casa Real. Y sobre todo en un Rey que se ha ganado a 
					pulso el derecho a que los españoles le tengamos en alta 
					estima. Pero el Rey no tiene la culpa de que le haya salido 
					rana el duque de Palma. Que no conforme con sus altos y 
					estáticos privilegios, parece ser que optó en su momento por 
					forrarse. Tiene pues la Justicia española, en momentos donde 
					hay familias que o bien cuentan con lo sucinto para comer o 
					están haciendo dieta por puro imperativo económico, la 
					patata caliente de tener que juzgar al marido de una infanta 
					que incluso pudo ser usada como reclamo de trapicheos más 
					propios de Patio de Monipodio. 
					 
					Tras mi respuesta, referente al “caso Urdangarín”, los 
					reunidos decidimos cambiar de tercio. Y uno de los 
					contertulios expone que hay que responsabilizarse de las 
					opiniones, de los escritos, de los análisis, y correr el 
					riesgo de poner debajo (o encima) los nombres propios, sus 
					identidades. Como es natural. Y no se corta lo más mínimo en 
					criticar duramente a cuantos usan Internet con el fin de 
					decir impropios contra otros firmando con seudónimos, con 
					nombres supuestos, con apócopes, etcétera. Y lo peor de 
					todo, dice quien está en posesión de la palabra, es que 
					detrás de esas máscaras se ocultan a veces personalidades 
					que suelen decir cosas interesantes. Y quedan, sin duda 
					alguna, como auténticos cobardes. 
					 
					Inmediatamente, toma la palabra una amiga muy leída, cuya 
					cultura nunca ha sido puesta en duda. Que nos habla que hubo 
					un tiempo en el cual se usaban los seudónimos para evitar 
					ser perseguido por lo escrito. Por originalidad. Y por otras 
					cuestiones de orden privado. Y hasta nos pone como ejemplo a
					Mariano José de Larra. Quien escribió firmando como
					Fígaro, Duende, Bachiller… Destaca el 
					apelativo de Azorín, cuyo nombre era José Martínez 
					Ruiz. O el de Cecilia Böhl de Faber, que firmaba 
					con el seudónimo masculino de Fernán Caballero. 
					 
					Me consta que la compañera de sobremesa hubiera podido 
					seguir enumerando personalidades que firmaron sus escritos 
					mediante seudónimos. De uno de los mejores columnistas de 
					los últimos tiempos, Pablo Sebastián –nacido en 
					Córdoba-, dijeron que era un señorito bronco y lenguaraz, y 
					que su talento para el chisme y la maledicencia se puso de 
					manifiesto cuando comenzó a firmar como Aurora Pavón, 
					primero en El Mundo, luego en ABC. Pero habría que decir 
					también que todos los escritores mencionados, muy a pesar de 
					tratar de esconder su identidad, eran más que conocidos por 
					los lectores. Pues la brillantez con la que se expresaban no 
					podía pasar desapercibida. Por más que quisieran 
					disfrazarla. 
					 
					Es, para que ustedes se hagan una idea, lo que le viene 
					ocurriendo a Gonzalo Testa. Ese magnífico profesional 
					del periodismo, llegado de tierras asturianas, que escribe 
					en un periódico digital, y también en uno de papel, firmando 
					en el segundo con las iniciales A. Q. Pues su prosa 
					informativa es tan buena e interesante, que no sólo no ha 
					podido engañar a nadie sino que, además, ha conseguido que 
					su fichaje sea aceptado por la directora del reseñado medio 
					con la cual se llevaba a matar. Y es que lo que hoy es 
					blanco mañana… es seudónimo. 
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