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                     Cuando no sopla el viento, incluso 
					la veleta tiene carácter. Cuántas veces habré oído yo esta 
					frase cuando principiaba mi adolescencia y estudiaba en 
					colegio dirigido por jesuitas. Era una de las citas 
					preferidas de un profesor, bajito de estatura él, que había 
					abandonado el seminario y que chamullaba latín como nadie.
					 
					 
					Aquel profesor, con maneras de sabio distraído, aprovechaba 
					cualquier motivo para recordarnos que la vida era compleja, 
					incierta, dura… Y que había que estar preparado para 
					afrontarla con la energía suficiente y el valor necesario 
					para no ceder ante los contratiempos que a buen seguro irían 
					saliéndonos al paso. 
					 
					Aquel hombre enseñaba la asignatura que le correspondía por 
					medio de una competición. Nos dividía en dos grupos: 
					nominados romanos y cartagineses. Y las declinaciones de los 
					verbos se sucedían a ritmo acelerado. Y ganar tenía premio. 
					Hacer cada jueves por la tarde una excursión a una explanada 
					en las afueras de la ciudad, donde los victoriosos podían 
					correr detrás de un balón, sin traba alguna. Bueno, si uno 
					se caía…, se ponía hecho un eccehomo.  
					 
					Don Miguel, que así se llamaba el profesor, premiaba 
					el esfuerzo. La voluntad de aprender. El deseo de 
					superación. Y, sobre todo, que sus alumnos en las 
					condiciones más desfavorables, que las había, por razones 
					obvias en aquellos años de la posguerra, sacaran a relucir 
					el carácter.  
					 
					Muchos años después, cuando don Miguel estaba ya retirado y 
					yo me dedicaba a una profesión en la cual la firmeza y el 
					temple, la entereza y la asunción de riesgos eran 
					necesarios, tuvimos tiempo de conversar lo suficiente para 
					recordar las lecciones del pasado que sus alumnos le 
					debíamos. Un día, durante una de nuestras charlas, en la 
					sala de estar de un hotel que ambos solíamos frecuentar a 
					esa hora vaga de mediodía, me miró con esa insistencia tan 
					de él, carente de impertinencia, y me dijo de sopetón: “Lo 
					que más aprecio en esta vida es ver de qué manera se 
					desenvuelven las personas en los tiempos difíciles. Que es 
					cuando hay que sacar el carácter a relucir”. Y no tuvo el 
					menor inconveniente en volver a las andadas: “Cuando no 
					sopla el viento, incluso la veleta tiene carácter”. Aquella 
					mañana, don Miguel, antes de despedirse, pagó la 
					consumición, estrechó mi mano, y me dijo con voz queda algo 
					que jamás he olvidado. 
					 
					El carácter es la virtud de los tiempos difíciles. Sin duda 
					alguna. Que son los tiempos que corren ahora. Tiempos donde 
					las penurias económicas y los miedos que están sembrando los 
					políticos, quienes todavía no saben cómo enfrentarse a una 
					crisis que va a dejar en el camino a millones de personas 
					sumidas en la pobreza y abocadas a pasar canina desoladora. 
					Hambruna como la que se daba en aquella miserable Edad 
					Media. 
					 
					Por lo tanto, creo que en estos momentos cabe la siguiente 
					pregunta que se hacía un señor de cuyo nombre no me acuerdo: 
					“¿Qué es carácter? En las condiciones más hostiles, ser 
					capaz de dar de sí. ¿Y falta de carácter? En las condiciones 
					más favorables, meter la mano en la caja sin 
					contemplaciones.  
					 
					Los políticos, sálvense los que puedan, han carecido de 
					carácter en los tiempos de bonanza. Eso sí, se han hecho de 
					oro. Por ello, a los de siempre, es decir, a los pobres, les 
					está tocando soportar con firmeza las calamidades. Para no 
					cambiar. 
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