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                     Los argentinos suelen hablar de 
					sus visitas al psicólogo como quien va de compras. 
					Aventurarse en ese terreno significa para ellos un derecho 
					que les hace sentirse tan bien cual importantes. No gozar de 
					ese privilegio es signo evidente de estar en lo más bajo del 
					escalafón social.  
					 
					Yo he conocido a argentinos que ante el menor problema lo 
					achacaban a la falta de la persona que solía cuidar de su 
					mente cuando se hallaban allá en su tierra. Los argentinos 
					no tienen el menor empacho en desnudar su alma ante el 
					psicólogo de turno. Es más, dan muestras evidente de 
					disfrutar de ello y hasta de remedarlos. 
					 
					A nosotros, en cambio, nos cuesta un mundo admitir que 
					estamos necesitados de sentarnos frente a un psicólogo. Lo 
					hacemos en casos extremos o por una obligación causada por 
					cualquier contratiempo donde el dictamen del profesional del 
					diván pueda aportarnos algún beneficio en el lío. De no ser 
					así, procuramos eludir ese trance. 
					 
					Hay psicólogos que son la caraba. El colmo de los 
					despropósitos. Al menos si uno se deja llevar por lo que le 
					ha contado un amigo que se vio precisado a recurrir a 
					semejante especialista. Mi amigo se sentía abrumado por las 
					heridas recibidas en una reyerta. Y estaba, lógicamente, 
					apesadumbrado por la humillación. 
					 
					El psicólogo le preguntó, de sopetón, por las veces que 
					solía hacer el amor, frase cursi aunque necesaria. Y mi 
					amigo le dijo que cuatro veces a la semana antes del 
					incidente. Y tres después de él. El psicólogo, que trabajaba 
					en la cosa pública, pegó un brinco y exclamó: ¡Usted miente 
					como un bellaco! ¡De modo que así lo haré constar en el 
					expediente…! 
					 
					Nada que ver la forma de actuar de este profesional de la 
					psicología con la de mi amigo Artemio Francini; 
					psicólogo argentino y que lleva ya la tira de tiempo 
					impartiendo lecciones en España. A Francini le conocí yo en 
					Cádiz, un 22 de diciembre de 1982. Estaba sentado en un 
					taburete de la cafetería de un hotel de la capital gaditana, 
					con su ‘chiva’ por delante y una cara de satisfacción que 
					invitaba a conversar con él en un mes donde la gente suele 
					deprimirse a chorro.  
					 
					Y AF, persona afable y extrovertida, no tuvo el menor 
					inconveniente en explicarme la causa por la que en los días 
					que preceden a las fiestas de navidad y de año nuevo, los 
					que están solos aún se sienten más solos, porque no dejan de 
					pensar en los demás colmados por el calor de la familia, 
					rodeados por los seres queridos. Por esta razón, en el 
					período que antecede a las navidades, en cualquier estudio 
					psiquiátrico o psicoterapéutico aumenta la depresión y la 
					angustia de los pacientes. Situación agravada por esa orgía 
					de falso calor, de falso amor, de fingidas ternuras, que la 
					publicidad de los medios de comunicación nos dispensa para 
					hacernos consumir más, para vender más. 
					 
					-Artemio, ¿qué me dice usted del ‘buenismo’ al uso en estas 
					fiestas…? –le pregunté.  
					 
					Y Artemio respondió: “Son fiestas propicias para que muchas 
					personas se signifiquen como defensoras a ultranza de los 
					más desfavorecidos. Y manifiesten a cada paso su pesar por 
					ellas. Luego, acabadas las fiestas, se olvidarán de aquellos 
					momentos en los que aliviaron su soledad a cambio de 
					resaltar otras peores”. 
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