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                     Alguna vez he escrito sobre el 
					auge que vivió en los años noventa la prensa española, 
					caracterizado por la abundante oferta de periódicos 
					regionales y locales. Debido al crecimiento del mercado 
					publicitario. Había publicidad a tutiplén. Por más que los 
					canales privados de televisiones, tanto nacionales como 
					locales, se llevaran gran parte de unos beneficios que 
					habían despertado una inmensa euforia entre los editores de 
					los medios impresos en la periferia. 
					 
					Los periódicos de ciudades de segundo orden nacieron 
					buscando públicos y anunciantes intentando aplicar modelos 
					económicos muy sencillos a partir del escaso personal 
					industrial que requería la nueva tecnología. Se trataba de 
					unos medios de comunicación muy locales, volcados en la 
					tarea de prestar servicios inmediatos a sus lectores. 
					 
					Los medios escritos de la periferia, debido a una buena 
					cuenta de resultados, incluso trataron de competir con los 
					periódicos de gran tirada nacional en lo tocante a regalar 
					los domingos toda clase de objetos que acompañaban a 
					revistas y semanarios muy cuidados. Así, uno iba al quiosco 
					y por un precio módico se volvía a su casa con una bolsa 
					repleta de cultura y de cachivaches variados. 
					 
					Fue entonces, como no podía ser menos, que todo periódico de 
					provincias tuvo su columnista o columnistas y su chiste 
					político, cual los rotativos de las grandes ciudades. Y 
					hasta se decía que la democracia española, todavía en fase 
					de pubertad, por ser más dialogante que ninguna, a veces 
					demasiado, estaba viva en la calle y los periódicos gracias 
					al columnismo, que incluso había sido imitado por otros 
					medios como la radio y la televisión. 
					 
					Se ha aireado ya hasta la saciedad, que el fenómeno social y 
					cultural más significativo de la transición española y de 
					aquella democracia, aún incipiente, fue el columnismo 
					periodístico. Porque la columna reúne todos los ingredientes 
					adecuados para despertar enorme interés entre los lectores. 
					Ya que la columna es dialogante, informativa, coloquial, 
					disputadora, viva, cascabelera… Sin olvidarse de esa ración 
					de mala leche que debe exhibir toda columna que se precie. 
					 
					Por lo cual resulta imposible evitar que el columnista, que 
					pone su jeta y su firma en el papel, sea tan vilipendiado 
					como celebrado. Dado que ambos sentimientos son los que 
					contribuyen a que sus lectores sean cada vez más. La única 
					razón por la que los editores, que no son tontos, procuran 
					mantenerlos hasta en tiempos de crisis. Y es que un 
					periódico sin columna, o sin columnas, es menos periódico.
					 
					 
					Pero, amén de la crisis -causante de la desaparición de 
					muchos periódicos y, por tanto, de columnistas-, existe la 
					mala relación entre opinantes y políticos. Por culpa de los 
					segundos. Quienes consideran perversos a los primeros 
					incluso cuando son bien tratados. Lo cual se traduce en una 
					inquina dispuesta siempre a mejorar actuaciones de cualquier 
					inquisidor de cierto fuste.  
					 
					Cuando el 2011 está dando las boqueadas, y el Partido 
					Popular ya gobierna España de arriba abajo y de lado a lado, 
					porque así lo han querido los españoles que fueron 
					requeridos a las urnas, a mí me gustaría levantarme todas 
					las mañanas convencido de que puedo escribir de lo que me dé 
					la gana. Pues tengo más que sabido lo que no debo decir en 
					esta ciudad. Si acaso el Gobierno no mete la pata hasta el 
					corvejón. Lo cual se me antoja complicado. 
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