| 
                     Un día, de hace ya años, me llamó 
					un amigo que llevaba varias temporadas entrenando a un mismo 
					equipo. Su buen trabajo le era reconocido y recibía elogios 
					a cada paso. Pero a él le abrumaba cada vez más el 
					aburrimiento. Aburrimiento que, por ser contagioso, se iba 
					adueñando también de la plantilla. Al oírle semejante 
					confesión, le pedí que me diera un dato que pudiera 
					justificar lo que me estaba contando. Y no tuvo el menor 
					inconveniente en proporcionármelo. 
					 
					-Nunca me ha importado que los jugadores miren sus relojes 
					mientras estoy hablando… Pero, de un tiempo a esta parte, 
					además de mirarlos los sacuden para asegurarse de que andan. 
					Y por ahí sí que ya no paso. ¿O no es eso una prueba 
					palpable de que me he convertido en un pelmazo para ellos? 
					 
					-Mi respuesta fue contundente: sí. Aunque debo decirte que 
					lo más grave no es ser un pelmazo para otros, lo grave es 
					ser un pelmazo para sí mismo. Y si ese es tu caso, tendrías 
					que tomar medidas urgentes. 
					 
					-¿Qué medidas? 
					 
					La primera es cambiar toda la decoración de tu vestuario. A 
					fin de que parezca que has llegado a un sitio nuevo. Luego, 
					si te es posible, contratar los servicios de un nuevo 
					ayudante. Alguien que aporte nueva savia al cometido. Y, por 
					encima de todo, busca nuevos registros. 
					 
					Aquel técnico no me llamó más. Pero supe de buena tinta que 
					había prestado atención a mis consejos. Los mismos que 
					podrían valer para cualquier político que se precie por más 
					que los éxitos hayan sido una constante en su vida. Y es que 
					el éxito, según he leído no sé dónde, es como el whisky: el 
					primero tonifica, el segundo excita, el tercero trastorna y 
					el cuarto tumba. Y a partir de ahí todo se convierte en 
					rutinario. Mala cosa. 
					 
					Tan mala como para transitar siempre por un camino conocido, 
					como si fuera el único: hasta acabar imponiéndose como 
					“costumbre inveterada, hábito adquirido de hacer las cosas 
					por mera práctica y sin razonarlas”. 
					 
					A las personas exitosas conviene recordarles, de vez en 
					cuando, que cuantos más éxitos alcanzan más vulnerables son; 
					y es entonces cuando cometen los mayores errores. De ahí que 
					se hayan “arruinado” más personas y carreras por el éxito 
					que por el fracaso. Y es que el éxito es la más peligrosa de 
					las drogas. Ambas citas son de cajón. 
					 
					Lo que no conviene a los triunfadores, sean deportistas, 
					toreros, escritores, actores, empresarios, políticos, etc., 
					es que se les someta a loas interminables, a alabanzas 
					continuas, a ditirambos sonrojantes o que se les colme de 
					halagos a cada paso. No es esa la mejor forma de poder 
					mantener equilibrados a los ganadores. En absoluto. Ya que 
					adular al famoso es como el buen vino fino: entra tan bien 
					como para luego subirse a la cabeza sin contemplaciones.  
					 
					Terminaré refiriéndome al éxito en la política. En esta 
					actividad, el éxito nada tiene que ver con lo que ganes o 
					consigas, sino con lo que hagas por los otros. Lo que haga 
					por los otros, y no solo para los propios, será, sin duda 
					alguna, lo que cuente en la hora final. En esa hora del 
					adiós que a todo político le toca asumir. En ocasiones, 
					mucho antes, quizá, de lo previsto. Empecemos, pues, a hacer 
					de abogados del diablo. Nos ira mejor en todos los sentidos. 
   |