| 
                     En 2012 se conmemora el 75 
					aniversario de la muerte de Miguel de Unamuno, 
					insigne escritor, destacado filósofo, deseoso además de ser 
					tenido por poeta relevante, y rector de la Universidad de 
					Salamanca.  
					 
					La obra de Unamuno la empecé yo a leer cuando residía en 
					Béjar. Pueblo salmantino, al cual llegué el primer año de la 
					década de los sesenta y compartí amistad con varios 
					futbolistas que eran universitarios en Salamanca.  
					 
					Ciruelo y Saracibar, compañeros de equipo, son 
					nombres que aún conservo en la memoria porque despertaron en 
					mí el interés por la escritura de Unamuno. Cuyo epitafio en 
					su tumba me sigue sobrecogiendo cada vez que lo leo: 
					“Méteme, Padre Eterno, en tu pecho, misterioso hogar, 
					dormiré allí, pues vengo deshecho de tanto bregar”. 
					 
					Dice de él Pedro Sainz Rodríguez que “si por un 
					momento aceptásemos aquella clasificación de los ingenios 
					–creo que de Bertrand Rusell- en lógicos y mágicos, 
					tendríamos que reconocer que don Miguel, con gran 
					complacencia suya, pertenecería a esta segunda familia”.  
					 
					Cuando especialistas de los estudios filosóficos han 
					abordado la obra del Unamuno pensador, se han encontrado con 
					la imposibilidad de reconstruir un sistema coherente en 
					medio de la reiteración constante de unos cuantos temas más 
					sentidos que pesados.  
					 
					El propio Unamuno se daba perfecta cuenta de ello, y en su 
					libro más importante desde el punto de vista filosófico (El 
					sentimiento trágico de la vida) advierte lealmente: “No 
					quiero engañar a nadie ni dar por filosofía lo que acaso no 
					sea sino poesía o fantasmagoría, mitología en todo caso”. 
					Tampoco tuvo el menor empacho en expresarse así: “Yo soy, 
					ante todo y sobre todo, un espíritu ilógico e inconcreto. No 
					busco ni pruebas ni precisión en nada. Y lo que hago con más 
					gusto es la poesía”. 
					 
					De esta realidad hay que partir para interpretar la obra y 
					para apreciar la poesía de Unamuno. Nos dice, nuevamente, 
					Sainz Rodríguez en su libro de Semblanzas. Libro en el cual 
					pueden leerse varias cartas que Unamuno le envía al autor de 
					Semblanzas desde Hendaya; donde estaba deportado por 
					Primo de Rivera. En una se refiere a la justicia. “Que 
					es para mí, como usted sabe, la libertad de la verdad y el 
					derecho a fiscalizar y acusar, exponiéndose, ¡claro!, a lo 
					que ello trae consigo si se acusa sin pruebas”. 
					 
					Se cuenta de Unamuno que, cantando de muchacho en el coro, 
					lanzaba un gallo adrede para distinguirse de los demás. 
					Cierta o no esta anécdota, indica muy bien cuál fue el 
					carácter de Unamuno durante toda su vida. Tuvo, ante todo, 
					el afán de darse a conocer, de destacarse manteniendo a la 
					vez libérrima su personalidad: “A mí no me clasifica nadie y 
					menos el público”, decía.  
					 
					Fue su vida una exaltación apasionada del yo y una obsesión 
					constante de la perduración de su obra y de su persona. Una 
					lucha constante entre la fe y la razón. De él, sin embargo, 
					se recuerda más, desafortunadamente, aquel enfrentamiento 
					con José Millán-Astray en el paraninfo de la 
					Universidad de Salamanca. Y del que salió ileso, según 
					dijeron, gracias a la intervención de Carmen Polo de 
					Franco. 
   |