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                     Cuando a Pedro Gordillo se 
					le sometió a escarnio público, por unas imágenes logradas 
					vaya a usted saber de qué manera, uno, que nada debía al que 
					era entonces un político atiborrado de poder, tomó la 
					decisión de poner algo de cordura ante aquella jauría humana 
					que no cesaba de ensañarse con él.  
					 
					Fueron días, aquellos, donde a cualquier persona que tuviera 
					tan siquiera un adarme de caridad, se le hubiera ocurrido 
					dolerse de aquella situación por la que estaba pasando el 
					vicepresidente del Gobierno local y presidente del PP. 
					Incluso a sabiendas de que manifestarse de manera tan 
					cristiana cual democrática, le iba a costar críticas 
					acerbas. 
					 
					En aquellos momentos, en que Gordillo era sambenitado, y 
					objeto de sevicia y mofa dañina, que le hicieron perder la 
					estabilidad y le indujeron a aceptar acuerdos que nunca 
					debió admitir, muchos de sus halagadores por sistema no sólo 
					lo señalaron con el dedo, sino que empezaron a negarle. Y 
					hasta los hubo que lo trataron con esa crueldad que acaba 
					produciendo escalofríos. 
					 
					Ni que decir tiene que al hombre que se le había grabado 
					folgando, tal vez con métodos tramposos, en un escenario 
					inadecuado, se le trató como si hubiera sido un asesino en 
					serie. Una especie de monstruo maligno al que había que 
					condenar en todos los sentidos. Y, sobre todo, por medio de 
					oprobios y afrentas que le impidieran volver a recuperar su 
					dignidad como persona durante el resto de sus días. 
					 
					Esos días, es decir, tras dimitir Gordillo de todos sus 
					cargos políticos, los que decían ser sus amigos –pocos de 
					ellos se salvaron de cometer tamaña felonía-, fueron 
					incapaces de ayudarle a soportar su calvario. Apenas unos 
					pocos adeptos corrieron a situarse a su vera para prestarle 
					ese apoyo moral tan necesario cuando los hombres estamos a 
					un paso de abismarnos en el vacío.  
					 
					Es verdad, y así hay que decirlo, que los había con enormes 
					deseos de cumplir con algo tan hermoso como es la ayuda al 
					caído; máxime si éste es amigo y dio pruebas palpables de 
					magnanimidad cuando se le requirió. Pero no es menos cierto 
					que a esos amigos de Pedro les pudo más el miedo a perder el 
					chollo de un puesto concedido a dedo si acaso se dolían 
					públicamente del hombre que estaba sometido a tamaña 
					inquisición. De modo que mantuvieron un silencio que no me 
					atrevería a calificar de cobarde. Puesto que a nadie se le 
					debe exigir que afronte situaciones para las que les tiembla 
					el pulso. Máxime en una época donde los héroes no están de 
					moda. 
					 
					Por ayudar a Pedro Gordillo a soportar su cruz en los 
					primeros momentos de aquel escándalo que supuso airear sus 
					relaciones carnales con mujer atractiva de por medio 
					-repito, tal vez con imágenes trucadas-, me aplicaron a mí, 
					durante meses, un correctivo que cualquier otro no hubiera 
					podido soportar.  
					 
					Pero lo que no mata engorda. Y aquí estamos leyendo, ahora, 
					las muestras de cariño mostradas a PG, en cartas que se 
					vienen publicando en los medios, por Ángel Díez Nieto. 
					Nunca es tarde si la dicha es buena. Aunque, debido a la 
					simpatía que le profeso al ex viceconsejero y a la defensa 
					que hice de él cuando los sindicatos le zurraban de lo 
					lindo, me tomo el atrevimiento de recordarle lo mucho que me 
					hubiera gustado haberle leído, tan efusivas misivas, en su 
					día. Cuando Pedro Gordillo era tachado de proscrito. 
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