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                     Hoy, cuando paseaba con mi perro, 
					muy cerca de un colegio, oí perfectamente lo que le decía 
					una mujer a otra: “Al paso que vamos, en mi casa habrá que 
					suprimir el desayuno. Ya que somos muchos y no nos llega 
					nada más que para hacer una comida al día”. Su cara era, sin 
					duda alguna, fiel reflejo de su amargura. 
					 
					Inmediatamente, con cierto pesar, me acordé de El 
					Habichuela; apelativo del niño más pobre de todos los 
					niños que había en la calle donde yo vivía, allá cuando el 
					hambre de la posguerra nos azotaba sin contemplaciones.  
					 
					Era El Habichuela mi amigo de una niñez en la cual la canina 
					hacía estragos. Aún me parece estar viéndole la oreja comida 
					por una rata parda de alcantarilla -mientras dormía sobre 
					una manta en un patio donde los hambrientos roedores salían 
					a la superficie a buscar alimento-, cuando era un bebé. 
					 
					Aquella canina de los años cuarenta fue atroz. Y El 
					Habichuela era el mejor ejemplo de la caquexia que abundaba 
					en el pueblo. Un día, de los muchos que venía a esperarme a 
					la puerta de mi casa, para compartir un rato de compañía 
					conmigo, mi madre le preguntó si había comido. Y El 
					Habichuela, con esa dignidad de los mejores pobres, se vio 
					forzado a decir que no. Puesto que estaba a punto de caerse 
					en redondo al suelo. 
					 
					Sí, ya sé que lo dicho puede parecer una exageración; pero 
					no deja de ser la verdad, la terrible verdad de aquellos 
					cuarenta donde la gente enfermaba y se moría por no comer ni 
					siquiera lo mínimo para poder subsistir. 
					 
					Válgame el introito, tan realista, para recordar que si bien 
					los tiempos son total y absolutamente distintos no debemos 
					olvidar que cada día son más las familias que han de hacer 
					malabares para poner la olla. La que haga posible comer, 
					aunque sea una vez al día, y si sobra algo queda para cuando 
					la gazuza vuelva a apretar.  
					 
					Los problemas se están agudizando entre los miembros 
					pertenecientes a la clase media baja; esa clase a la que 
					nadie quiere pertenecer, porque está a nada y menos de la 
					pobreza. Expuesta siempre a traspasar esa línea tenue que 
					desemboca, en un abrir y cerrar de ojos, en ese mal trance 
					de encontrarse un día con que desayunarse ya no se estila. 
					 
					Las palabras de esa mujer que decía que en su casa el 
					desayuno estaba ya a punto de ser artículo de lujo, me han 
					hecho reflexionar, una vez más, sobre la tan cacareada 
					dignidad de los españoles, contada en tiempos de pobreza, 
					donde los extranjeros visitantes decían que el español 
					prefería quitárselo de comer antes de salir a la calle con 
					la ropa remendada. Una actitud vegonzante que ya se viene 
					dando.  
					 
					Pues bien, si se sigue así, es decir, mandando cada vez más 
					personal al paro; recortando salarios; y permitiendo que 
					sean los más ricos quienes impongan sus criterios 
					económicos, día llegará en el cual si una sociedad libre no 
					puede ayudar a sus muchos pobres, tampoco podrá salvar a sus 
					muchos ricos. 
					 
					La clase media está perdiéndose a pasos agigantados. Y 
					pronto una miríada de esa clase no podrá desayunarse. 
					Mientras los políticos siguen mostrándose corruptos y los 
					banqueros se ponen las botas. Así, no resultaría extraño que 
					innumerables niños fueran, ya mismo, parecidos a El 
					Habichuela. El niño de la oreja cortada por una rata parda. 
					Cuando la gente se moría tísica. Por no comer. 
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