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                     Estoy convencido. Tenemos que huir 
					de los políticos. Ellos son el verdadero problema de muchos 
					países. Muchos sólo piensan en las próximas elecciones, no 
					en el bienestar de las próximas generaciones. El mundo 
					necesita servidores, gentes dispuestas a donarse por la 
					ciudadanía, sin importar el lugar donde habiten. Estoy harto 
					de oír que atravesamos tiempos difíciles, con un riesgo de 
					permanentes crisis y graves consecuencias para muchos seres 
					humanos. Si en verdad, todos los gobiernos del mundo, 
					optasen por el empleo como prioridad principal, por preparar 
					a nuestros jóvenes a encontrar un trabajo decente, por una 
					mejor inclusión social y el acceso a los puestos de trabajo, 
					por fortalecer la protección social ciudadana, se acabaría 
					el problema. Lo que sucede, es que en los puestos de poder 
					no hay pobres, sino políticos bien alimentados, que nunca 
					creen lo que dicen. No han sido formados en interés de la 
					pobreza, no viven con la pobreza, han sido formados en 
					interés de los suyos, y así vamos a la deriva. 
					 
					Un mundo sin políticos sería un mundo transparente, sin 
					corrupción. Las actuales sociedades políticas, para nada 
					democráticas, la gestión de la cosa pública suele hacerse en 
					un clima de auténtico derroche. Las nuevas generaciones han 
					de separarse de este virus putrefacto de fidelidad al poder 
					por el poder, y de la mediocridad de unos líderes dispuestos 
					a cargarse la igualdad y los deberes éticos inherentes a 
					toda persona. Esta es la verdadera crisis. No es posible 
					callar ante estos sembradores de palabras, charlatanes 
					mezquinos y barriobajeros, sobre sus graves hazañas que 
					tratan de confundir y desorientar. Los auténticos 
					servidores, que somos todos, tenemos la obligación de 
					revelarnos frente a actividades políticas que no respetan la 
					vida del ser humano, su dignidad, su modo y manera de 
					pensar.  
					 
					Tenemos la obligación de oponernos a toda legislación 
					partidista, a toda ley que conlleve discriminación, a las 
					actuaciones políticas que generen auténticos atentados 
					contra la naturaleza y la propia vida. La misma economía 
					tiene que estar al servicio de la persona y del bien común, 
					jamás al servicio del político de turno y desnuda de todo 
					poder. En las sociedades, que realmente son democráticas, 
					todas las propuestas son discutibles y discutidas, 
					dialogadas y examinadas libremente, sin imposiciones del más 
					fuerte sobre el débil. La marginalización de la ciudadanía, 
					sobre todo de los excluidos, no favorece en absoluto ningún 
					proyecto de futuro. Hoy el mundo debe tender a ser una 
					familia, en la que la palabra diálogo es la pieza clave para 
					la cooperación y el espíritu de solidaridad. 
					 
					Un mundo de servidores es un mundo liberado, en el que la 
					reconciliación es posible y el diálogo mutuo una realidad. 
					Este mundo es el que me interesa y, seguramente, al lector 
					también. Los gestores de lo público tampoco tienen que ser 
					políticos, sino personas cultivadas para la administración. 
					El político viene y se va. Al menos eso debiera ser. En 
					España no tanto, algunos son profesionales de la política; 
					jamás han conocido otro trabajo, que ser charlatanes de 
					barrio. Han visto que de esta profesión viven bien y se 
					arrastran por el poder a cualquier precio. No viven el 
					compromiso político como un servicio, sino como un trabajo 
					más, cuya misión es agradar al poder de turno. Todo su 
					estudio lo ha empleado, no en resolver problemas a la 
					ciudadanía, sino en tapar mentiras para que parezcan verdad, 
					en disimular engaños y en disfrazar los propósitos. 
					 
					Los auténticos servidores de la ciudadanía están muy por 
					encima de los apasionamientos políticos, no tienen necesidad 
					de casarse con poder alguno, de las diferencias de lenguajes 
					o de sectarismos religiosos. Un hombre de ciudadanía, o sea 
					de servicio, es lo que importa. Se pasa la mitad de su vida 
					entregado incondicionalmente a ver cómo puede ayudar y la 
					otra mitad ayudando con todas sus fuerzas. Esto exige una 
					gran competencia en el desarrollo del propio deber y una 
					moralidad que no se puede poner en duda. Ciertamente, los 
					políticos actuales tienen poca conciencia del deber asumido 
					y nula moral. Sálvese el que pueda. Como ha dicho el célebre 
					humorista Will Rogers, “todo está cambiando, la gente se 
					toma en serio a los humoristas y a los políticos como una 
					broma”. No hay verdad mejor dicha. 
					 
					En España que somos un país que todo lo legisla, también 
					somos un país donde la corrupción es un diario permanente. 
					No se vive el compromiso político como un servicio, sino 
					como un negocio de fácil enriquecimiento. Sólo hace falta 
					echarle humor. El día que la ciudadanía despierte será 
					tremendo. ¿De qué sirven tantos gobiernos para los que no 
					tienen pan?. Ya que el político es incapaz de cambiar la 
					situación de los pobres, ha de ser el ciudadano el que tiene 
					que plantarse, preguntarse por su modo y manera de vida, y 
					modificar actitudes.  
					 
					Ha llegado el momento de reflexionar. El ciudadano no puede 
					ser un esclavo del político de turno, es un ser que no puede 
					tolerar que en su país el poder corrupto sea superior a las 
					leyes, viendo que aquel que roba no devuelve lo robado, ni 
					realiza ningún servicio social a una sociedad a la que ha 
					dilapidado. Por otra parte, el ciudadano tampoco puede 
					sentirse tan pobre que se vea necesitado a venderse. Lo 
					justo es hacer justicia. Precisamos, pues, con carácter 
					urgente: servidores en guardia, y no guardianes políticos 
					mirando por sus beneficios. 
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