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                     Los sábados, normalmente, no suelo 
					darme mis garbeos por el centro de la ciudad. Pero hoy he 
					decidido romper con lo que se había convertido en una 
					costumbre. Aunque debo decir, cuanto antes, que mucho ha 
					tenido que ver la llamada de un amigo, gaditano él, que ha 
					venido para ver a su equipo jugar en el Alfonso Murube.  
					 
					Así que voy a su encuentro, y lo primero que hacemos es ir 
					tomando el aperitivo en los sitios que yo suelo frecuentar. 
					Con el fin de que mi amigo, que llevaba ya la tira de tiempo 
					sin venir a Ceuta, pueda contar en Cádiz cómo se vive aquí 
					ese rato de ocio cuando la tarde apenas ha comenzado a 
					crecer. 
					 
					Mi amistad con este gadita, porque mi amigo es gadita de 
					tomo y lomo (gadita, por si alguien no lo sabe, es ser 
					gaditano castizo, popular, amante de las cosas de su tierra. 
					Más o menos lo que hasta hace nada era ser caballa en esta 
					tierra), data de hace ya muchos años. A pesar de que antes 
					de ese tiempo, hubo una época en la cual me tenía metido 
					entre ceja y ceja, mientras que a mí me importaba un bledo 
					la enemistad que me profesaba. 
					 
					Precisamente hoy, ante la copa de oloroso que nos ponen en 
					la Cafetería Pedro’s, él saca a relucir aquellas 
					diferencias habidas entre ambos, otrora, y lo mucho que 
					luego hemos llegado a congeniar. Tal es así que rara es la 
					semana en la cual no entablamos conversación por medio del 
					teléfono. 
					 
					Mi amigo, mientras hacía hora para hallarnos en el lugar de 
					la cita, me cuenta que ha paseado por la ciudad. Y que ésta 
					no tiene nada que ver con la que él conoció cuando vino un 
					día a ver un partido de su equipo frente a la Agrupación 
					Deportiva Ceuta. A principios de los años ochenta.  
					 
					Me alegro de que hayas reconocido los cambios experimentados 
					en la ciudad. Porque, además de ser verdad, me ofreces la 
					oportunidad de referirme en la columna a algo que le gusta 
					sobremanera al hacedor de semejante transformación. 
					 
					Mi amigo, como tantas otras personas, ha adquirido la 
					costumbre de leer este periódico. Y de paso, todo hay que 
					decirlo, busca mi opinión. “Es lo primero que hago nada más 
					sentarme ante el ordenador, me dice. “Y debo decirte que 
					también he metido en el ajo a mi mujer y a Cristina, mi 
					hija; de modo que ya sabes que en mi casa somos fervientes 
					lectores de todo cuanto escribes. Ah, mi hija me ha 
					encargado que te diga que la Miscelánea semanal le gusta a 
					rabiar”. 
					 
					Mi amigo, sin embargo, dice estar muy sorprendido de no 
					haberme podido leer en esta mañana de sábado, y hasta ha 
					llegado a pensar que me había pasado algo. Y es que lo 
					primero que ha hecho es comprar “El Pueblo de Ceuta” para 
					leerme. 
					 
					Pues ya ves, le digo, que no me pasa nada. Que aún estoy 
					vivito y coleando. Y que a medida que vayamos calentando el 
					cuerpo con un par de vinos de la amistad, le iré poniendo al 
					tanto de las muchas dificultades que tiene el escribir. 
					Sobre todo cuando se intenta no perder la identidad.  
					 
					Mi amigo, que no es tonto, cambia de conversación, y trata 
					por todos los medios de convencerme de que le acompañe al 
					Murube. Y vuelvo a decirle lo que le dije el viernes pasado, 
					cuando lo intentó a través del teléfono. Lo último que me 
					faltaba a mí es ir al fútbol y dar mi opinión. 
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