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                     Cuando te levantabas del sobre 
					esta mañana, yo te observaba quedamente. Deseaba que me 
					dieras los buenos días pero no, tus labios parecían estar 
					sellados con pegamento de contacto.  
					 
					Esperaba que me hablaras de tus sueños de anoche, por si 
					recordabas algo, pues semejabas estar de maniobras en lugar 
					infernal a juzgar por las patadas bruscas y braceos con los 
					que imprimías tu carácter en la cama, que aterrada chirriaba 
					escandalosamente. Y esta vez no era por hacer el amor a tu 
					manera, tan entregada, brutal, como animal en celo 
					primerizo, con chillidos y desgarros en la noche. Ojalá. 
					 
					Mas apenas se percibían tus lamentos, que supongo se 
					acompañarían, como toda logística que se precie, tras las 
					fuerzas bélicas de vanguardia que son tus adorables encantos 
					femeninos. Pura seda en piel de hembra hermosa. Pero esos 
					lamentos no se exteriorizaban, sospecho. Como tu querer 
					enigmático. 
					 
					La callada por respuesta. El lenguaje corporal estaba de 
					más, saltaba a la vista. Nada que tratar, ¿nada? ¡Con la 
					crisis sentimental que los dos estamos pasando..! 
					 
					Quise interesarme por algo bueno que te hubiese sucedido el 
					día de ayer pero, ni mú. Sólo silencio. Noté que estabas muy 
					nerviosa seleccionando la ropa que te ibas a poner para 
					visitar, como todos los días, festivos y laborales, tu 
					querida tierra, que parece ser es imán para tus pies en 
					competición. Y relajo para tu alma atormentada. 
					 
					Seguía esperando mientras corrías por la casa arreglándote; 
					aún así, creí que encontrarías unos segundos para detenerte 
					y decirme “¡Hola! ¿Cómo estás de tu catarro?”. Pero estabas 
					demasiado ocupada. Como casi siempre durante estos últimos 
					meses, en que tu actitud con tu pareja ha cambiado 
					drásticamente. A peor. 
					 
					Para ver si por fin me veías, encendí la luz por ti, silbé 
					tus encantos al alba, canturreé la melodía de tu canción 
					preferida, sí, esa de Andy&Lucas en que dice: “Voy a 
					cantarte porque te quiero, tu eres el motivo de mi 
					canción..”, pero ni siquiera te diste cuenta de ello. Debías 
					tener tapones en los oídos. 
					 
					Te miré mientras bajabas a la calle donde se supone que 
					alguien te estaría esperando, quizás escrutando el edificio 
					a través del parabrisas de su vehículo semioculto entre la 
					masa de coches estacionados a la intemperie. Pronto escuché 
					el sonido bronco del motor y el primer acelerón para 
					perderse camino de la frontera.  
					 
					Esperé pacientemente todo el día. Y parte de la noche. De 
					regreso, ví tu cansancio, tu alejamiento de entre las cuatro 
					paredes de la casa que parecían robarte el aliento. Para 
					agradarte, quise esbozar una tímida sonrisa pensando en que 
					te acordarías de mí. Sin embargo, te sentiste ofendida..¿Qué 
					que hacía ahí espiándote la llegada? 
					 
					Olías raro, no sabría identificarlo, no sé…, como a especias 
					y cuero sin domar. Tonterias mias. Bah. Tras la ducha 
					saliste ruidosamente del aseo y encendiste el televisor. 
					Esperé largos minutos mientras mirabas un programa 
					cualquiera, como ausente del entorno, el pensamiento en 
					distinto lugar, otra panorámica que no lo era la caja boba 
					de imágenes distorsionadas. Luego cenaste algo y nuevamente 
					te olvidaste de hablar conmigo. Un descuido perdonable.  
					 
					Dijiste en tu lengua buenas noches a tu familia lejana, 
					después a alguien no tan distante. Tras apagar tu celular, 
					cruzaste conmigo una mirada inquieta. Te noté agobiada. 
					Sería por la regla que suele disparar en las mujeres además 
					del flujo sanguineo, vuestro temperamento. Entendí tu 
					silencio y apagué la luz de mis ojos para que no se notara 
					el brillo de la angustia; igual que la amargura que trata de 
					escaparse bajo la arruga de un rictus de la cara. 
					 
					Entonces caminaste hacia la cama y casi de inmediato te 
					dormiste. Acompañé con caricias en tu pelo tus sueños, que 
					deseaba dulces y no trágicos como la noche anterior. Mis 
					dedos temblorosos como nunca hicieron su trabajo, se 
					lucieron quiero creer, porque a poco tú roncabas a placer. Y 
					yo, sintiéndote mía -como en los mejores días con sus noches 
					aún frescas en mi memoria-, me presentaba cual uniformado 
					centinela voluntario de las cuatro imaginarias cuarteleras, 
					para velar, sin arma que inquietarte osara, tu plácido 
					descanso. 
					 
					Mientras dormías te susurré al oído: puede que no te des 
					cuenta que siempre estaré ahí para ti. Jamás te abandonaré. 
					Por mucho que aquella noche te pusiera las maletas en la 
					puerta. ¡Qué chiquillada! 
					 
					Te amo tanto que espero todos los días que cambies por mí, 
					aunque hayas dejado de servirme el zumo de naranja que tanto 
					me gusta y ahorrarte de paso el beso de despedida ante el 
					reto de un nuevo día por vivir. 
					 
					Quise dejar a oscuras la habitación, para no turbarte, pero 
					algo extraño entró por la ventana que da al mar. Era un 
					lucero hermoso, titilante, pleno de vida, al igual que lo 
					era tu mirada diáfana y brillante cuando lucía de amor 
					verdadero. 
					 
					Pero no estuviste interesada en verlo. Por mas que sea algo 
					irrepetible en la vida. Acaso soñabas con nuevas escaramuzas 
					en cualquier campo de batalla terrenal, al abrigo de la 
					aventura excitante que depara lo nuevo, lo desconocido, 
					muerto ya el idilio que no fructificó en casamiento.  
					 
					Así se rompió nuestro futuro. Y ocurrió, por si no lo 
					sabías, mientras dormías. 
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