Hubo un tiempo en el cual los
entrenadores apenas contaban con recursos técnicos. Conviene
recordar que los había en equipos famosos que tenían un
único ayudante para dirigir una plantilla prestigiosa. De
segunda División para abajo, por supuesto que el entrenador
estaba obligado a dirigir la preparación física, la técnica
y la preparación de los porteros. Así que se podían contar
con los dedos de una mano los técnicos que gozaban de algún
colaborador.
El entrenador, de aquellos entonces, es decir, de los años
sesenta, setenta, y parte de los ochenta era un hombre
solitario enfrentado a una tarea descomunal y carente de la
oportunidad de poder depositar su confianza en nadie. Así
que el recelo se apoderaba de él. De ellos, de los
entrenadores, se solía decir que estaban siempre con la
mosca en la oreja. Y no les faltaba razón para instalarse en
esa desconfianza sentida por verse privados de asesores
leales.
De la soledad del entrenador no se ha hablado nunca en la
medida que el hecho merecía. Era tal la presión, que hubo
entrenadores, no pocos, que se estimulaban antes de los
partidos. Hasta el punto de llegar al compromiso deportivo
habiendo ingerido alcohol suficiente como para que
propiciaran anécdotas que eran contadas por sus jugadores, y
que a mí solía darme mucha pena.
A mediados de los setenta, Miljan Miljanic,
recientemente fallecido, vino al Madrid con su equipo de
trabajo. Y aquel hecho fue visto como una gran innovación. A
partir de ese momento, otros entrenadores trataron de
secundarlo. Y lo consiguieron. Eso sí, siempre en equipos de
primera línea.
Con el paso de los años la mejora se fue extendiendo hasta
que, desde hace muchos, aun los entrenadores de Segunda
División B vienen exigiendo que se les contrate también a un
preparador físico, a un segundo entrenador y, si me apuran,
a un entrenador de porteros y al fisioterapeuta que un día
tuvieron en no sé dónde. Con lo cual se reparten el trabajo.
Y, sobre todo, el primer técnico se siente más tranquilo a
sabiendas que tiene con los oídos prestos a los componentes
de su equipo técnico. Pero ni siquiera así debería fiarse.
Los jugadores de fútbol son egoístas. Muy egoístas.
Incapaces de ponerse en el lugar del entrenador. Egoísmo que
se acrecienta en los que juegan menos. Quienes juegan menos
son muy dados a ganarse la confianza de las figuras del
equipo. Y, a renglón seguido, también consiguen ganarse la
voluntad de un periodista. Y ahí comienza ya a cundir el
desbarajuste en el vestuario. Desbarajuste dirigido a
dividir la plantilla en facciones.
En España, por referirme al fútbol de élite, los jugadores
que ganaron la Copa del Mundo se han convertido en seres
intocables. Gozan de privilegios que a los demás futbolistas
les están vedados. Ejemplos: si el portero del Madrid falla
no pasa nada, ahí están sus ‘amigos’ periodistas para
taparlo; si Xabi Alonso se arrastra por el campo, la
culpa se la endilgan al Fulano que ha salido expresamente a
marcarle; si Busquets simula lesiones y golpea con
los codos, cada vez que salta, se le ríe la gracia… Y así
podríamos ir relatando hechos evidentes. Vistos por
televisión. Los periodistas que intiman con los jugadores
suelen alardear de ello. Y, desde luego, los usan como
chivatos. La soledad del entrenador no cesa. Ah, “los
periodistas están para describir no para prescribir”.
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