| Corría el mes de febrero de hace 
					ya muchos años; la noche era muy fría, tan fría que parecía 
					más una noche siberiana que andaluza. Yo me había bebido 
					media Escocia y regresaba en coche a una casa de mi 
					propiedad en el campo en el cual estaba de guardia 
					permanente un perro lobo que me adoraba. 
 El perro se llamaba Litri; nombre que le puse por la 
					admiración que yo sentía por Miguel Báez –padre-, 
					torero onubense. A Litri le llevaba yo la comida cinco días. 
					Pues a esa casa de campo nada más que íbamos la familia los 
					fines de semana. Recuerdo que llegué tan bebido a la parcela 
					que nada más abrir la cancela me caí en redondo al suelo.
 
 Y en el suelo me quedé durmiendo la borrachera de la 
					imbecilidad. Teniendo por techo las estrellas y como manta 
					un viento norteño que calaba hasta los huesos y que bien 
					pudo causarme un daño irreversible. Pero tuve la suerte de 
					que Litri decidiera echarse encima mía para protegerme de 
					las inclemencias de una temperatura tan severa como 
					dispuesta a mandarme al otro mundo.
 
 Me desperté al toque del alba, y calculé que había estado 
					durmiendo bajo la protección de mi perro cuatro horas. Litri 
					se desvió un día del camino vecinal donde estaba situada la 
					casa y salió a recibirme a la carretera principal con tanto 
					entusiasmo como mala fortuna: un camión acabó con su vida. 
					Lo lloré amargamente y me prometí no tener jamás otro perro.
 
 Esta historia se la cuento hoy en la Esquina Ibérica a una 
					amiga que llora desconsolada la muerte de una perra que le 
					ha venido proporcionando compañía durante muchos años. Su 
					perra ha muerto por ser ya muy mayor. Y a pesar de ello, mi 
					amiga me reconoce que la va echar mucho de menos. Mientras 
					no cesa de contarme las muchas bondades del animal 
					fallecido.
 
 Quienes tenemos perros, pues yo pasados muchísimos años, 
					aunque jamás he olvidado a Litri, volví a tener uno, sabemos 
					qué satisfactoria es la relación que se establece entre el 
					perro y su propietario. Una relación que nos expone a servir 
					de mofa para quienes no tienen perro y desconocen lo que es 
					la fidelidad canina.
 
 Mi perro discurre más que muchas personas. Además de ser muy 
					bueno y cariñoso. Los perros, según le oí decir a un hombre 
					que yo tenía por sabio, “son animalitos muy ordenancistas y 
					consuetudinarios que recuerdan siempre lo que han conocido 
					una vez, y a los que gusta ver todo en orden y como Dios 
					manda”. No hay nada como ver a un perro retozón y alegre. Un 
					perro que mueva la cola en señal de lealtad y esté dispuesto 
					a comerte a besos para demostrarte su afecto.
 
 Los perros han subsistido en nuestra España, tras ser 
					motivos de mucha persecución, debido a que han sabido irse 
					granjeando la amistad del hombre con la sapiencia que 
					atesoran; de no ser así, vivirían todavía como lobos o bien 
					asilvestrados y perseguidos.
 
 Los perros tienen mala fama porque ciertos dueños les 
					inculcan malos sentimientos o bien porque no son capaces de 
					recoger sus heces en la calle. Lo cual debe ser sancionado. 
					Ahora bien, no tengo el menor inconveniente en airear que he 
					estado consolando a la señora que lloraba la muerte reciente 
					de su perra mientras me contaba muchas de las peripecias de 
					ésta en vida. Ella, la señora, se ha sentido mejor y a mí me 
					ha proporcionado la posibilidad de hacer esta columna. La 
					vida es interacción.
 
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