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OPINIÓN - DOMINGO, 26 DE FEBRERO DE 2012

 

OPINIÓN / EL OASIS

Lo que va de ayer a hoy
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

Cuando yo era niño, allá en los comienzos del siglo pasado, los hombres ricos comían a destajo y disfrutaban de unas barrigas esplendorosas. Mientras que la delgadez de los enclenques, enjutos y macilentos, era sinónimo de pobre y de peligro y hacia temer lo peor; lo peor era la tisis, y ésta, por falta de medios, era el camino más corto para diñarla.

Los hombres ricos, salvo excepciones, se ponen barrigones porque se preocupan muy poco de seducir por su atractivo físico a las mujeres dependientes de ellos financieramente. Pueden permitirse ese lujo sin correr el peligro de que les dejen plantados las mujeres porque tienen los cordones de la bolsa.

Es lo que solía decirles, cada dos por tres, la señorita Charo a sus compañeras del ropero de la Congregación de los javieres de mi pueblo, sin percatarse de que yo era monaguillo aventajado que andaba siempre con el oído presto.

A medida que fui creciendo en edad y en conocimiento, me di cuenta de que las mujeres consideradas objetos, según la señorita Charo, aceptaban en aquella época estar dotadas ellas mismas de unas redondeces que hoy no estarían bien vistas (¡véase, si no, a Renoir y su idealización de las nalgas celulíticas!).

Así lo cuento en conversación sabatina, a esa hora vaga de mediodía en la que un rioja sienta superior, cuando el médico internista que forma parte de la reunión, entra al trapo y emite su parecer:

-Lo que acabas de decir, Manolo, es muy sencillo: la medicina no había descubierto todavía a comienzos de siglo los peligros que el exceso de peso hacía correr al organismo de los obesos. Todo lo contrario: los abuelos de tu niñez, y adolescencia, consideraban a los bebés rollizos, a los niños de mejillas rotundas, a las mujeres anchas de caderas y pechos generosos, a los hombres confortables, como parangones de salud.

Y, claro, la respuesta del médico internista me permite a mí contar una anécdota que le viene que ni pintiparada a su explicación. Un día, de aquellos años de comienzos de 1900, cuando Pedro Sainz Rodríguez estaba hablando delante de un grupo de amigos, don Gregorio Marañón, toda una eminencia de la medicina, le dijo al catedrático y político:

-No debe usted preocuparse excesivamente por su obesidad; tiene una gran salud. Usted es un gordo constitucional y no le conviene adelgazar excesivamente, aunque es posible que muchos médicos se lo aconsejen.

La respuesta de Sainz Rodríguez, que era de armas tomar en cuanto a sarcasmo e ironía, no se hizo esperar: “Pues mire usted, Marañón, como creo que soy lo único constitucional que queda en este país, voy a conservarme lo más gordo posible”.

El éxito de aquel chiste fue sonado. Porque muchos periódicos de la época lo divulgaron. Nada que ver, por supuesto, con el chascarrillo contado por Carlos Arguiñano sobre la negativa del Real Madrid a ceder su estadio para la final de la Copa del Rey entre el Athletic de Bilbao y el Barcelona. Asegurando que “no se juega en el Bernabéu porque no es la Copa del Generalísimo”.

Arguiñano, cocinero destacado, es un tío malage contando chistes. Todo un sieso. Más bien un sieso manido. A quien convendría recordarle por qué su Bilbao llegó con Franco a tantas finales.
 

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