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                     Un joven nacido en Francia de 
					padres de argelinos lleva en sí dos pertenencias evidentes, 
					y debería poder asumir las dos. Es lo que nunca ha dejado de 
					hacer Zinedine Zidane. Ejemplo evidente y destacado 
					de quienes reivindican una identidad más compleja. Y digo 
					dos por simplificar, pues hay en su personalidad muchos más 
					componentes. Ya se trate de la lengua, las creencias, de la 
					forma de vivir, de las relaciones familiares o de los gustos 
					artísticos o culinarios, las influencias francesas, 
					europeas, occidentales, se mezclan en él con otras árabes, 
					bereberes, africanas, musulmanas… 
					 
					Cierto es que ZZ, mencionado por ser figura destacada del 
					fútbol mundial, se puede permitir el lujo de asumir toda su 
					diversidad. De sentirse francés sin que nadie lo mire por 
					encima del hombro, en la misma medida que pueda manifestar 
					lo que le une a Argelia, a su historia, a su cultura y su 
					religión, sin que por ello sea blanco de la incomprensión, 
					la desconfianza o la hostilidad de los nacidos en la tierra 
					de sus padres, y en otros casos de sus abuelos. 
					 
					Pero no todas las personas pueden expresarse de igual modo. 
					Porque se exponen a ser vistas como traidoras, como 
					renegadas incluso, y lo primero que pueden encontrarse es 
					con la indicación de que mejor estarían en el lugar de 
					origen de los suyos. Dice al respecto, Amin Maalouf, 
					en ‘Identidades asesinas’, título de un libro de mucho 
					interés para quienes habitan en sociedades donde conviven 
					varias culturas, que esta situación es más delicada al otro 
					lado del Rin. Y nos explica el caso de un turco que nació 
					hace treinta años cerca de Francfort y que ha vivido siempre 
					en Alemania, cuya lengua habla y escribe mejor que la de sus 
					padres. Para su sociedad de adopción, no es alemán; para su 
					sociedad de origen, tampoco es un turco auténtico. El 
					sentido común nos dice que debería poder reivindicar 
					plenamente esa doble condición. Pero nada hay en las leyes y 
					en las mentalidades que le permitan hoy asumir en armonía 
					esa identidad compuesta. 
					 
					Hay otros muchos ejemplos de identidades complejas que 
					obligan a quienes la disfrutan a elegir ante situaciones 
					importantes para sus intereses; seguimos con el fútbol: ahí 
					están los casos de Özil y de Khedira. Ambos 
					tuvieron que optar entre jugar con la selección alemana o la 
					turca. Una decisión que a buen seguro dejó heridos en ambos 
					sitios. Ahora bien, el aprendizaje de ambos en su lugar de 
					nacimiento, es decir en Alemania, no me cabe la menor duda 
					de que fue acompañado del otro, del recibido entre los 
					suyos. Donde los padres les habrán inculcado creencias de la 
					familia, ritos, actitudes, convenciones y la lengua materna, 
					claro está, y además temores y aspiraciones. Sentimientos de 
					pertenencia. Y, sin duda alguna, la calle también les haría 
					sentir que no todo el monte es orégano.  
					 
					Tengo la impresión de que las personas citadas hablan varias 
					lenguas. La del país donde nacieron, la de sus padres, y, 
					posiblemente, el inglés. Principalísima. Como asimismo lo es 
					la lengua española. Luego están las lenguas elegidas como 
					secundarias pero útiles. En Ceuta, verbigracia, no estaría 
					de más que la lengua árabe fuera hablada por muchas 
					personas. Por razones obvias. Por lo tanto, me parece que el 
					debate mantenido entre Mabel Deu y Aróstegui, 
					en relación con la enseñanza del árabe, me parece baldío. 
					Que lo aprendan quienes lo deseen. 
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