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                     Los sindicatos están de capa 
					caída. La reputación del sindicalismo se encuentra por los 
					suelos. La culpa de ese desprecio generado por los 
					sindicalistas es de sus dirigentes. Personas enriquecidas, 
					casi todas, a costa de embaucar a muchas criaturas que 
					necesitan ser defendidas de la tiranía laboral, mantenida 
					aún por algunos empresarios. 
					 
					Los dirigentes de los sindicatos, desde su posición de gran 
					bienestar económico, son expertos en coaccionar al Gobierno 
					de la Nación, a los Gobiernos Autonómicos, a los 
					Ayuntamientos, a empresas privadas y públicas, para recibir 
					subvenciones.  
					 
					No obstante, los líderes sindicalistas, casi todos ellos 
					cortados por la misma tijera, tratan de hacernos creer que 
					llevan una vida acorde con su tarea. Por lo cual procuran a 
					cada paso dar el pego de la frugalidad, de la modestia, de 
					la escasez económica y de vivir en permanente desazón por 
					los problemas de los trabajadores. 
					 
					Viéndoles, me dan la impresión de que han salido de 
					cualquier centro religioso para entregarse de lleno a la 
					defensa de los más desfavorecidos. Ejemplo destacado es, sin 
					duda alguna, Cándido Méndez. Lo más parecido, 
					siempre, a un ermitaño bajado del monte con el único fin de 
					ponerse al frente de una revolución. Su imagen propicia, 
					incluso, la necesidad de ofrecerle limosna y comida para el 
					camino de vuelta. Ignacio Fernández Toxo le sigue los 
					pasos. Y aspira a que, con el tiempo, pueda ser canonizado y 
					hecho un santo a la par que el tal Méndez. 
					 
					Pero hay otro sindicalista, ceutí él, que nada tiene que 
					envidiar a sus compañeros ya mencionados; se llama Juan Luis, 
					y es tenido, por los suyos, como un santo laico. Un santo 
					(!) que lleva toda una vida dedicada a la protección de los 
					pobres. Donde hay un pobre, allí está Aróstegui para 
					ofrecerle un silbato, una bandera roja, un lema, y a veces…, 
					a veces le da para café, copa y tabaco. 
					 
					El problema del secretario general de las Comisiones Obreras 
					de Ceuta es que los pobres que le siguen se pueden contar 
					con los dedos de una mano. Es más, si me apuran, yo diría 
					que está más apoyado por ciertos ricos que por los más 
					necesitados.  
					 
					Los nombres de los ricos que están de parte de Aróstegui me 
					los sé yo de memoria. Sobre todo el de un empresario que, si 
					pudiera, pediría ya para el sindicalista un montón de 
					cruces. De todos los colores y méritos. Ninguna, por 
					supuesto, al Ejército. Que es una institución que nunca está 
					para bromas. Como corresponde a lo que representa. 
					 
					Aróstegui, cuando se habla de huelga se viene arriba. Entra 
					en ebullición sindicalista, le hierve la sangre marxista… Y 
					vive los días previos al acontecimiento en estado de gran 
					felicidad. Pensando, claro es, en el éxito de la 
					convocatoria. Y, por supuesto, se pone a buscar en el ropero 
					sus mejores galas de pobre. Disfraz de alta calidad, que tan 
					bien le sienta. Disfraces de pobre tiene muchos.  
					 
					Lo malo del asunto es que tanta felicidad le dura el tiempo 
					que media entre el anuncio de la huelga y su celebración. 
					Entonces, consumado el acto, el hombre aparece ante los 
					medios para expresarse con la misma cantinela: “¿Me pueden 
					ustedes decir cómo es posible que en la península la huelga 
					haya sido un éxito y aquí, en Ceuta, haya sido un rotundo 
					fracaso?”.  
					 
					Elemental, querido Watson: porque eres impopular. Así 
					que date el piro. 
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