| 
                     Cuando la muerte de Franco 
					yo llevaba ya casi cinco años viviendo en Las Islas 
					Baleares. Salvo cuatro meses, mal contados, que estuve 
					fuera. Tres los viví en Ibiza y dos en Palma de Mallorca. En 
					las Islas Pitiusas se me presentó la oportunidad de conocer 
					a Abel Matutes: alcalde de los ibicencos, entonces, y 
					empresario de un poderío enorme.  
					 
					La personalidad de AM, quien luego fue ministro en los 
					gobiernos de Aznar y figura relevante en Bruselas, 
					era capaz de acollonar a cualquiera. Pero no a mí. Y me 
					explico: cuando me llamaba para intercambiar impresiones 
					futbolísticas, dado que él era presidente de honor del 
					equipo de fútbol de la tierra, yo me sentía como pez en el 
					agua en un restaurante de San Antonio. Donde había una playa 
					en cuyas arenas crecían los lirios.  
					 
					Luego, cuando recalé en Mallorca, por méritos contraídos en 
					Ibiza, también la fortuna hizo posible que un personaje 
					extraordinario me mandara un mensaje, por medio de un amigo 
					común, para ver si podíamos vernos en el céntrico Jaime III: 
					hotel que yo solía frecuentar. Dado que estaba muy cerca de 
					la redacción de Última Hora: periódico vespertino, cuyo 
					editor era Pepe Tous. El marido de Sara Montiel 
					era un tipo tan encantador como carente de cursilería.  
					 
					Josep Meliá, periodista, escritor, político y muchas 
					otras cosas, era el hombre que quería mantener una reunión 
					conmigo. Con un entrenador de fútbol que era asediado, 
					diariamente, por todos los medios de comunicación de Palma. 
					Que no eran pocos. Y allá que acepté el envite de sentarme 
					frente a él a una mesa del comedor de la Casa Gallega: 
					restaurante que dirigía con mano de hierro y éxito, 
					Amador: que había jugado en el Celta, Atlético de Madrid 
					y Mallorca. 
					 
					JM me habló así: “Mire, De la Torre, he tratado de 
					ponerme al tanto de quién es usted, y todo coincide con las 
					maneras que viene mostrando desde que llegó a las Islas 
					Baleares. Así que al grano: “España vive momentos muy 
					difíciles. Y todo se reduce a salir del atolladero cuanto 
					antes. Lo que le voy a pedir es que sus declaraciones, como 
					entrenador, sigan siendo como hasta ahora. Ya que conviene 
					que alguien en Palma sea motivo de comentarios permanentes y 
					capaces de desviar la atención”. 
					 
					La ocasión era pintiparada para preguntarle (a quien llegó a 
					ser, más tarde, secretario de Estado para la información en 
					un Gobierno presidido por Adolfo Suárez) qué me 
					ofrecía a cambio. Pero me abstuve. Mi contestación fue: “Yo 
					seguiré hablando con la prensa como hasta ahora”. Una manera 
					de hablar sin afectación alguna. Sin la cursilería al uso 
					con la que se vienen manifestando muchos entrenadores 
					actuales. Los hay tan ñoños, remilgados y artificiosos, 
					cuando les ponen un micrófono por delante, que incluso los 
					éxitos conseguidos quedan aminorados por esa forma de 
					expresarse, ridícula por amanerada.  
					 
					El summa cum laude de la cursilería se lo ha ganado a pulso
					Pep Guardiola. Pues méritos tiene acumulados, y 
					triunfos tan sonados, como para permitirse el lujo de hacer 
					de la cursilería virtud. En cambio, a Juan Manuel Lillo, 
					metido ahora en labores de glosador televisivo, convendría 
					recordarle que su forma de explicarse es el colmo de la 
					ridiculez. Y, aprovechando la ocasión, también José Ramón 
					Sandoval, entrenador del Rayo Vallecano, haría muy bien 
					en volver a sus orígenes. No vaya a ser que lo tachen de 
					tener más tonterías que un mueble bar. Y así podríamos 
					seguir… 
   |