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					Podemos afirmar sin temor a equivocarnos que en nuestro 
					sistema público de salud trabajan los mejores profesionales, 
					con ratios de calidad a la altura de cualquier país europeo 
					y puntero en materia de investigación, con independencia de 
					quién lo gestione en cada momento determinado. Da respuesta 
					a un derecho ciudadano de elevadísimo coste que en España es 
					una de las patas en que se asienta el Estado del Bienestar, 
					pero sin olvidar que es un derecho al que sólo accede un 20% 
					de la población mundial. El aumento del déficit público 
					obliga a todos los sectores a priorizar, pero la 
					sostenibilidad y preservación de un servicio esencial en 
					tiempos de escasez como los actuales han de quedar 
					aseguradas. Cierto es, y los ciudadanos somos los primeros 
					en comprenderlo, que no puede haber de todo para todos 
					durante todo el tiempo, pero también lo es que debemos 
					mejorar en todas las facetas que colaboren en la gestión de 
					lo que tenemos. 
					 
					Dentro del programa de reformas y ajustes que el Gobierno 
					está desarrollando con el único fin de que este país sea 
					sostenible y vuelva a funcionar, la ministra de Sanidad, 
					Servicios Sociales e Igualdad, Ana Mato, ha planteado a los 
					responsables autonómicos de esta área en las distintas 
					comunidades autónomas las medidas de reforma del Sistema 
					Nacional de Salud, que garantizan que la sanidad en España 
					siga siendo pública, universal y de calidad. 
					 
					Con el objetivo final de llegar a un gran pacto que avale la 
					viabilidad del sistema y garantice un nivel asistencial 
					uniforme en todo el país y una misma cartera de servicios, 
					se ha aprobado una reforma que supone un verdadero mensaje 
					de tranquilidad y confianza en el futuro. 
					 
					El plan de reforma permitirá generar un ahorro que supera 
					los 7.000 millones de euros, esto es, en torno a un 10% del 
					gasto sanitario público, pero muy especialmente asegurará un 
					Sistema Nacional de Salud sólido y una cartera básica de 
					servicios, en el que todos los españoles, con independencia 
					de la comunidad en la que vivan, tengan acceso a las mismas 
					prestaciones sanitarias. 
					 
					Obviando estos y otros muchos avances, se ha pretendido 
					cargar las tintas en las medidas dirigidas a poner en valor 
					el medicamento. España es el segundo consumidor mundial de 
					fármacos, y destruye cada año 3.700 toneladas de 
					medicamentos pagados, porque han caducado o no se han 
					utilizado. Limitar esta tendencia ahorraría a nuestras arcas 
					públicas más de 1.000 millones de euros. 
					 
					La polémica que se ha querido generar de forma maliciosa en 
					torno a esta reforma es poco menos que absurda. Para 
					empezar, los desempleados de larga duración no tendrán que 
					pagar por los medicamentos. Nada. En el resto de los casos, 
					la aportación del usuario a los fármacos se hará de manera 
					más justa que hasta ahora, en función de la renta. 
					 
					Los pensionistas con menos recursos, es decir, aquellos con 
					pensiones no contributivas, también quedarán exentos, 
					mientras que los ciudadanos con rentas más altas, es decir, 
					iguales o superiores a los 100.000 euros anuales, pasarán de 
					pagar el 40% de los fármacos, como hasta ahora, a aportar el 
					60%. Una apuesta por la equidad y la racionalidad. 
					 
					En cuanto a los jubilados, los pensionistas con rentas bajas 
					sólo pagarán el 10%, con un tope de ocho euros al mes. Las 
					familias numerosas, además, ven rebajada su aportación 
					anterior al sistema y tan sólo pagarán el 40%. 
					 
					Pero es que, además, la reforma se ocupa de uno de los 
					aspectos que hasta ahora nadie había querido tocar, el 
					complicado asunto del llamado turismo sanitario, por el que 
					se ha desangrado en los últimos tiempos la sanidad pública, 
					ya que se estaba asumiendo, con cargo a nuestras arcas, la 
					asistencia de personas que ya tienen este servicio en sus 
					países de origen. 
					 
					Se estima que unos 700.000 extranjeros han accedido sin 
					derecho a la tarjeta sanitaria, lo que ha ocasionado un 
					gasto de 917 millones de euros. Para evitar, por tanto, que 
					haya ciudadanos de otros países con solvencia económica que 
					puedan beneficiarse gratis de los servicios de calidad que 
					presta España, se llevará a cabo una adaptación a la 
					normativa europea, de manera que podamos facturar de manera 
					directa al país de origen estas intervenciones. 
					 
					Son muchas las ventajas que incorpora este reforma, por más 
					que Rubalcaba y su grupo se hayan apresurado a 
					descalificarla y a alentar a los ciudadanos a salir a la 
					calle a protestar en su contra, cayendo en una grave 
					irresponsabilidad, cuando el déficit que ellos crearon sí 
					puso en peligro pensiones, sanidad y educación. 
					 
					La sanidad del siglo XXI ha de ser personalizada y cercana, 
					manteniendo una buena relación médico-paciente, en la que 
					sea posible elegir el especialista que queremos que nos 
					trate, con más y mejor información, y la resolución de retos 
					pendientes como las historias clínicas telemáticas y la 
					receta electrónica, que dependen del correcto 
					aprovechamiento de las nuevas tecnologías. Esos logros se 
					culminarán, seguro, después del ahorro que producirán las 
					medidas aprobadas estos días, que sientan las bases del 
					anhelado Pacto por la Sanidad, que avale la prevalencia de 
					un sistema cuya calidad es fruto del trabajo denodado de 
					millares de profesionales que ponen su esfuerzo y formación 
					al servicio del ciudadano. Y eso no se paga con dinero. 
					 
					*Senador del Partido Popular 
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