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OPINIÓN - JUEVES, 7 DE JUNIO DE 2012

 

OPINIÓN / EL OASIS

Día de anécdotas
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

El martes pasado, a mediodía, decidí visitar la Feria del Libro. Y allá que encaminé mis pasos hacia el lugar elegido para albergar semejante acontecimiento literario. El lugar elegido es un espacio que se encuentra en el interior del edificio donde se halla el Teatro Auditorio del Revellín.

Buscando ese espacio, coincidí con dos profesionales de una televisión local que iban a cubrir la información de una mañana en la cual me apetecía acariciar libros, hojearlos y hacer lo que vengo haciendo desde hace un montón de años por estas fechas: comprar uno o dos ejemplares para seguir nutriendo los anaqueles de mi modesta biblioteca.

Pero mi gozo en un pozo, y todas mis esperanzas, a paseos, como las de los periodistas que me acompañaban en mi búsqueda de la exposición de libros. Ya que la puerta de acceso al sótano estaba cerrada a cal y canto. Tras unos minutos de dudas, esperando que la llegada de alguien ligado a la Feria del Libro nos pudiera aclarar algo, caímos en la cuenta de que frente a nosotros había un tablón de anuncio en el cual, fijándose mucho, se podía leer que la Feria se regía por el siguiente horario: de seis de la tarde a diez de la noche. Y, tras los comentarios oportunos sobre semejante fiasco, allá que nos fuimos rezongando ambas partes, aunque por caminos distintos.

Sí, ya sé que estamos inmersos en una crisis económica galopante. Causada por el mal uso que de los dineros han hecho políticos, banqueros, sindicalistas y los innumerables trincones que suelen pulular alrededor de los mismos. Pero no entiendo el motivo por el cual la Feria del Libro haya sido reducida a cuatro horas de visitas.

Así lo expuse en una reunión de amigos que ya me estaban esperando en el sitio habitual. Y metidos ya en conversación, uno de ellos quiso saber si era verdad lo que se decía de una entrevista mía con Pedro Escartín, que lo había sido todo en el fútbol, allá cuando principiaban los años setenta. Y le dije que sí. Que Tomás Osborne, directivo del equipo de mi pueblo, amén de gran persona, quiso que yo fuera al Curso Nacional de Entrenadores de Fútbol, que se celebraba en Madrid, en régimen interno, con el aval de una carta suya que debía entregarle en mano a su amigo, don Pedro, que me había citado en su domicilio de Madrid, en la calle Hermosilla.

Me recibió don Pedro sentado a la mesa de su despacho con bata y en zapatillas. Y, tras saludarme, sin mucha efusión, lo primero que se le ocurrió preguntarme es si era verdad que a mí me gustaba polemizar. Y si en el banquillo me mostraba siempre, según le habían contado, muy dado a protestar a los árbitros.

Miré con fijeza al señor Escartín, y pronto comprendí la causa de que me hubiera recibido así quien, días antes, había dado muestras visibles de estar deseando charlar conmigo acerca de nuestro amigo en común: Tomás Osborne. Y respondí: ¿Cree usted, como franquista que es, que El Caudillo ganó la guerra tirando peladillas? Escartín parecía querer subirse por las paredes. Enfurecido, me gritaba que me fuera de su despacho. Y antes de que la cosa fuera a mayores, corrí por las escaleras de aquella casa, que olía a cocido y a orines de gato, hacia la salida. Pronto estuve a salvo en la Cafetería Recoletos. Cuyo propietario, Luis Elices, cuando supo lo sucedido, nunca dejó de celebrarlo y de reírse.
 

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